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Tres colores.

Las pantallas vacías de La zona de interés

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Negro

Al final de La cuestión humana (2007) Nicolas Klotz dejaba al espectador sumido en la oscuridad. Tres minutos en el vacío negro, con el único acompañamiento de un estremecedor monólogo: la descripción, en primera persona, de la visión de una masa de cuerpos conducida a una fosa común, durante el holocausto nazi. Tres minutos forzados a escuchar con atención. A abandonar la ilusión de la ficción. A ver los márgenes de la pantalla y lo que escapa de ella. La pantalla en negro venía precedida de una serie de primeros planos de los espectadores de un concierto que nunca llegamos a escuchar. Klotz nos reflejaba en nuestras butacas, nos interpelaba justo antes de confesarnos la imposibilidad de la imagen ante los hechos narrados.

 

De algún modo, aquel final se prolonga en el inicio de La zona de interés (Jonathan Glazer, 2023). Aquí son casi cinco los minutos en negro. No hay voz. La música, ahora sí, se impone como una obertura sinfónica que nos prepara para una experiencia emocional. La pantalla en negro, además, nos advierte del modo en que la película se va a aproximar al tema del holocausto: a través de la ocultación. Y no se trata solo del uso del fuera de campo para evitar imágenes explícitas de un horror imposible de representar. La ocultación será un tema en sí mismo. También en los personajes de la ficción, especialmente en el caso del comandante Rudolf Höss. Hacia el final de la oscura obertura musical, aparece por fin el título de la película. Pero este empieza a diluirse poco a poco. De nuevo, Jonathan Glazer nos da una pista, puesto que la desaparición será otro tema crucial del film. ¿Quién acabará desapareciendo? La respuesta, en un relato sobre el exterminio nazi, no es tan obvia como parece.

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Blanco

Más adelante, ya con la situación y los personajes bien definidos, asistimos a una segunda pantalla vacía y monocromática. Viene precedida de un primer plano de Rudolf, dentro del campo de concentración y en aparente actitud de descanso. Detrás de él, una cortina blanca de humo proveniente del crematorio, cada vez más densa, acaba cubriendo toda la pantalla. No contento con ello, Glazer funde a blanco. El humo es narrativamente significativo en el film, pero también es un elemento visual clásico que sugiere algo turbio. El director londinense lo utiliza para exponer cómo su película acepta el juego del matrimonio Höss. La puesta en escena incide, sin juzgar, en los mecanismos de ocultación de la pareja: el cinismo clasista de la mujer, la frialdad burocrática de su marido. Pero el plano también alude a la desaparición. Al igual que el título de la película sobre el fondo negro del inicio, Rudolf se va diluyendo en el blanco hasta desaparecer. Glazer nos anticipa de esta manera el futuro del Obersturnmbannführer, así como el final de su propio film.

 

El exceso de luz, como su ausencia, no nos deja ver. Nos ciega. El autor de Under the Skin (2013) recubre la casa de los Höss de un blanco higiénico. El propio Rudolf se pasea por su jardín con un traje completamente blanco. Para el matrimonio -especialmente para la mujer- se trata de una casa de ensueño. Nosotros, los espectadores, enseguida la percibimos como algo irreal, casi un escenario. Una broma de mal gusto construida justo enfrente de Auschwitz. Cabe recordar que Sexy Beast (2000), el primer largo de Jonathan Glazer, ya transcurría en una casa aparentemente idílica, bañada por la luz del sol, pero con un amenazante muro cerca: una montaña rocosa. El blanco chalet de la Costa del Sol, erigido sobre una ladera con peligro de desprendimientos, representaba el esfuerzo de un gángster inglés retirado por ocultar, o más bien enterrar, su oscuro pasado. El autoengaño vestido de blanco.

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Rojo

El tercer fundido de la pantalla es el más enigmático y experimental. Rudolf está mostrando las flores de su jardín al más pequeño de sus hijos. Aparentemente, se trata de una escena familiar relajada. De fondo, la torre de Auschwitz y los gritos que llegan desde allí. La cámara abandona a los personajes. Intenta abstraerse. Un montaje de primeros planos de flores acaba por teñir la pantalla completamente de rojo. Un sonido parece sugerir que hay un problema técnico en la proyección. Tras unos pocos segundos, la imagen regresa. No hay elipsis. Es como si la película se hubiese recuperado.

 

A pesar de su extrema frialdad, Rudolf se muestra siempre preocupado por proteger a sus hijos del horror que los rodea. Pienso, por ejemplo, en cómo interrumpe un día de pesca y corre a sacar a sus hijos del río, al encontrar una dentadura en el agua. En la escena de las flores, el gesto del padre apunta otra vez a su impulso de protección paternal. La película, obediente, también intenta concentrarse en la belleza floral. Pero tanto el film como el comandante saben que esas flores han crecido sobre las cenizas de los muertos. Y es por ello que, superada por su propia estrategia, la película colapsa. El espacio interior desborda el exterior. Esta pantalla en rojo es equiparable a la combustión material que se produce en la imagen al final de Carretera asfaltada en dos direcciones (Monte Hellman, 1971). En un momento determinado, ambas películas alcanzan un límite. Reaccionan a lo que están contando y renuncian a seguir adelante, cada una a su manera. Para una, no hay vuelta atrás. Se inmola. La otra recula. Pero las dos desgarran el relato en ese momento para interrogarse a sí mismas.

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Negro

La zona de interés concluye con otra pantalla en negro, aunque bastante más breve que la inicial. Tras asistir a una gala del partido Nazi, Rudolf habla con su mujer por teléfono. Le da buenas noticias (buenas para ellos, claro). Su propuesta de exterminio masivo ha sido aceptada. Pronto volverá a casa. El comandante se dispone a abandonar el edificio. Empieza a bajar una larga y ancha escalera. Nadie lo acompaña ni se cruza en su descenso. Sin embargo, se detiene varias veces para vomitar. Como la película en su fundido a rojo, el comandante acaba enfermando. Su cuerpo se rebela. El interior se manifiesta en el exterior. Lo invade. La ocultación y el autoengaño, por muy inconscientes que puedan llegar a ser, tienen un límite.

 

Aún no ha conseguido salir del edificio, cuando Rudolf se vuelve a detener y se queda mirando al infinito. El genocida acabará desapareciendo pero, al contrario que sus víctimas, lo hará sin dejar rastro. Esta diferencia justifica la importancia de un audaz contraplano –que no es necesario revelar aquí- previo a dicha desaparición. El plano y la mirada de Rudolph nos recuerda por un momento al protagonista de 2001: Una odisea del espacio (Stanley Kubrick) en la habitación neoclásica de Júpiter, viéndose envejecer. Pero al sanguinario comandante su yo futuro no puede devolverle la mirada. Otros lo harán. Así que sigue bajando las escaleras. Fundido en negro.

© Xavi Romero, febrero 2024

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