
Mucha gente piensa que el cine fantástico y/o de terror es esencialmente evasivo. Sumergirse en la vasta oferta de un festival como el de Sitges nos revela, sin embargo, que a menudo son las películas de estos géneros las que reflejan mejor las inquietudes de la sociedad de cada momento. Un alejamiento de la realidad o, si se prefiere, de lo verosímil ofrece la posibilidad de que aflore algo más profundo que aún no entendemos o podemos verbalizar. A veces, cuanto más abstracto es el resultado, más interpelados nos sentimos. La 57ª edición del Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya nos ha dejado unos cuantos títulos que podrían servir de introducción a debates tan candentes como la salud mental, el culto al cuerpo, las pandemias, el cambio climático o los peligros de la inteligencia artificial. Con algunos de estos temas y otros más atemporales, como la soledad o el paso a la edad adulta, el cine fantástico pone en evidencia la crisis de identidad generalizada que sufrimos en la actualidad. A nivel formal nos hemos encontrado con registros de todo tipo, pero se entrevé una línea que tiende a desbordar el relato (La sustancia, Escape From the 21st Century, Pepe…) y otra que, más bien, lo minimiza (Cloud, Segundo acto, MadS…). En cualquiera de los dos casos, la idea de frontera está muy presente. La mayoría de los umbrales conducen a una transformación o un desdoblamiento. Pero, a veces, los personajes y la propia película pueden quedar atrapados en ellos.

Por todo esto, y más allá de la polémica y el entusiasmo generados en Cannes, La sustancia (Coraline Fargeat) justificó ser “la película del festival”. El segundo largo de Fargeat, siete años después Revenge (2017), es un clásico instantáneo. Una sátira brutal sobre el miedo a envejecer, a dejar de ser reconocida. Despedida para ser reemplazada por una chica más joven, la estrella televisiva Elisabeth Sparkle (Demi Moore) acepta seguir un misterioso tratamiento con suero intravenoso. Su propio cuerpo generará una versión más joven y mejorada de sí misma, con la que deberá repartirse el tiempo. Este nuevo yo (Sue) es, efectivamente, una versión “mejorada”, pero solo desde la óptica de Elisabeth. Fargeat asume sin rubor la mirada cosificadora y sexualizada que rodea a la protagonista. Una mirada de la que ella es víctima pero también partícipe. Porque la tragedia de Elisabeth es que solo puede verse a través de ese prisma, el de su jefe y el sistema que este representa.
En el corto Reality + (2014), Fargeat anticipaba el tema de la obsesión por la belleza normativa y jugaba con la temporalidad del cuerpo transfigurado. Y en Revenge ya desdoblaba el relato con una transformación post mortem. De algún modo, Elisabeth también muere al inyectarse la sustancia. Y la película se parte en dos. El cuerpo sublimado de la primera mitad se enfrenta, en la segunda, al extremo aberrante de sí mismo. Los referentes al cine clásico de Hollywood, nada disimulados, son múltiples. No en vano, el film empieza y acaba con una estrella en el pavimento del Paseo de la Fama. El miedo al reemplazo (Eva al desnudo), la autoanulación para complacer a un hombre (Vértigo), el delirio de la diva (El crepúsculo de los dioses)... La historia de Elisabeth es la de Eva, Madeleine y Norma. Todo confluye y se confunde para acabar explotando ante nuestras narices. La sustancia se aproxima a la estética clínica de Kubrick y Cronemberg (con La mosca en primer término), pero también bebe de Society (Brian Yuzna) o ¿Dónde te escondes, hermano? (Frank Henenlotter). La película se desborda formalmente, como el personaje central. Y lo hace hasta tal punto que incluso algunos subrayados, sobre todo de texto, podrían justificarse.

Uno de los pases de La sustancia vino precedido por el de Body Odyssey, ópera prima de la italiana Grazia Tricarico. Una feliz decisión de los programadores. La protagonista (Mona) es una culturista obsesionada por conseguir el cuerpo perfecto, que se inyecta anabolizantes regularmente. La presión que tiene es tal que el cuerpo parece desarrollar su propia conciencia. Para mostrarlo, en vez de recurrir a unos diálogos gamberros -como habría hecho cualquier film de terror de serie B- Tricarico se va al otro extremo utilizando una voz en off filosófica. Como La sustancia, Body Odyssey muestra un desdoblamiento físico y narrativo. Ambas películas, además, remiten a Frankenstein: a través del rechazo de la sociedad al “monstruo” (La sustancia) y de la relación entre Mona y su entrenador-creador (Body Odyssey); y 2001.Una odisea del espacio, con una reapropiación irónica de la música de Richard Strauss (La sustancia) y con el renacimiento de Mona, convertida en una versión evolucionada de sí misma (Body Odyssey). El film de Tricarico es interesante, estilizado y complejo. Lástima que se exceda con algunas fugas poéticas y metáforas forzadas.
A Different Man (Aaron Schimberg) completa un trío de filmes protagonizados por personajes desdoblados y centrados en la apariencia física. Edward es un hombre retraído con la cara deformada a causa de una neurofibromatosis. Inesperadamente, un tratamiento experimental provoca la desaparición de todos sus tumores faciales, revelando su verdadero y bello rostro. Edward decide entonces deshacerse de su antiguo yo. Cambia su nombre por el de Guy y empieza una nueva vida. Sin embargo, el destino le tiene reservada una sorpresa: el encuentro con otro hombre (Oswald) con la misma enfermedad que él tenía, pero con una vida y actitud muy diferentes. Oswald sí es, definitivamente, una mejor versión de Edward, y esto genera un conflicto que Edward es incapaz de resolver. A Different Man es una comedia negra que, por encima de la mirada del otro, examina la que cada uno tiene de sí mismo. El film de Schimberg se sustenta en un buen texto y buenas interpretaciones, pero también nos depara alguna imagen notable. De todas, me quedo con el elocuente primer plano final del protagonista, sonriendo mientras un reflejo dibuja en sus gafas dos líneas verticales que bien podrían ser sus lágrimas contenidas.

La transformación conduce al empoderamiento en las protagonistas del siguiente trío de películas. Animale (Emma Benestan, 2024) nos sitúa en el contexto novedoso de las corridas camarguesas. Tras celebrar su primera participación en la competición, la joven Nejma, inconsciente por el alcohol, parece ser atacada por un toro. Animale sigue entonces los patrones de cualquier película de hombres-lobo. La misma transformación gradual, el mismo tipo de planos… De pronto, lo mediocre se vuelve obsceno. Benestan decide no jugar limpio y utiliza un tema muy serio como mero plot twist. Animale no sabe lo que quiere ser y es una lástima porque la "mujer-toro" merecía un desarrollo más genuino. Que esto clausurara la Quincena de Realizadores de Cannes da que pensar.
También presente en la Quincena, Sister Midnight (Karan Kandhari, 2024) ofrece, por lo menos, un primer tercio notable, mostrando la frustrante nueva vida de una mujer india tras su boda concertada. Los tableaux vivants, el escaso diálogo, la paleta de colores y el sentido del humor pueden hacer pensar en el cine de Aki Kaurismaki. Si añadimos los travelling laterales y el uso constante de canciones populares clásicas, el referente más directo es, sin embargo, Wes Anderson. La fórmula, desgraciadamente, se acaba agotando en sí misma. Además, la enfermedad previa a la transformación aparece, paradójicamente, cuando por fin la mujer parece haber encontrado cierto equilibrio en su vida. Por eso, el final, casi un guiño a Una chica vuelve a casa sola de noche (Ana Lily Amirpour), llega tarde y habiendo perdido fuelle.
Al menos Mi bestia, debut en el largo de la colombiana Camila Beltrán, se mantiene en unos ajustados 75 minutos que evitan el desgaste. El relato tampoco es novedoso. Mila, una niña de 13 años, experimenta cambios en su cuerpo y empieza a sentirse deseada. La transformación en bestia como metáfora de la rebeldía adolescente es recurrente, desde Ginger Snaps (John Fawcett, 2000) hasta Tiger Stripes (Amanda Nell Eu, 2023). El contexto ofrece algo más. Estamos en Bogotá en 1996, a las puertas de un eclipse lunar que, según profetiza parte de la población, supondrá la llegada del diablo. El peso de la religión no hace sino agrandar el miedo que siente Mila. Pero el mayor interés de la propuesta estriba en una estética que conecta con la mente de la protagonista. El uso de ralentís, el formato cuadrado o la imagen televisada ponen el film en el mismo difícil equilibrio por el que se mueve Mila.

Curiosamente, el corso Julien Colonna también debuta con un coming of age femenino ambientado a mediados de los años 90. Le Royaume se aparta del género fantástico para ofrecernos un magnífico thriller y drama paterno-filial. Lesia es una quinceañera que se ve obligada a pasar unos días de verano junto a su padre, líder de un clan mafioso, al que apenas conoce. Su transformación psicológica deriva de su paulatina integración en la rutina de la banda, que se mantiene en la clandestinidad. El proceso de conocer a su padre no puede desvincularse de un contacto creciente con la violencia y la muerte. Colonna confía los personajes a actores no profesionales y el punto de vista de la narración a Lesia. Así, el espectador experimenta, en cierto modo, la iniciación de la joven: tiene que construir parte de la historia y aceptar no entenderlo todo. El proceso incluye conversaciones y gestos capturados a través de puertas, ventanas, prismáticos. También aquí las imágenes televisadas juegan un papel importante. Puede que Le Rouyame no sea muy original, pero sorprende su solidez, su emotividad (nada forzada) y su confianza en mantener la violencia en un estado latente hasta el final.
El belga Fabrice Du Welz presentó, junto a Sergi López, otro thriller ubicado en los 90. Maldoror, el trabajo más ambicioso y logrado de Du Welz, es una reconstrucción minuciosa, y a la vez libre, del escabroso Caso Dutroux, acaecido en Bélgica entre 1995 y 1996. Hablamos del secuestro, abuso sexual, tortura y asesinato de varias niñas y adolescentes, vinculados a una red de pedofilia. El asunto salpicó a altas esferas y la investigación padeció errores de la policía, falta de coordinación y una absurda lucha de egos. Du Welz lo expone todo a través de Pau, un joven policía (Anthony Bajon, cuatro años después de ser el chico lobo de Teddy de los hermanos Boukherma) que se obsesiona con el caso, cayendo poco a poco en una espiral autodestructiva. Maldoror se toma su tiempo para retratar su psique y su vida. A lo largo de dos horas y media apasionantes, el autor de Calvario (2004) o Colt 45 (2014) se mueve con soltura entre el polar, la crónica periodística y el drama familiar. Como Du Welz, los franceses Julien Maury y Alexandre Bustillo han dejado parcialmente de lado el género de terror para adentrarse en el thriller criminal. Le mangeur d'âmes, además, también se centra en la desaparición de niños. La investigación la llevan a cabo Elizabeth y Franck, dos policías foráneos que cargan con un mismo trauma: haber perdido un hijo. Maury y Bustillo no pueden evitar incluir al final algunas escenas sangrientas, marca de la casa, perfectamente evitables. Su “devorador de almas” es un entretenimiento bien ambientado pero efectista, con giros más o menos inesperados y lastrado, a ratos, por unos diálogos muy básicos.

Diez años después de presentar Goodnight Mommy (2014), Sitges ha otorgado a Veronika Franz y Severin Fiala el reconocimiento que, quizá, merecieron entonces. No es de extrañar que El baño del diablo haya puesto de acuerdo a todos los jurados (oficial, juvenil y de la crítica). Estamos ante un trabajo que contenta tanto al público habitual de Sitges (es un folk horror, tiene sus momentos truculentos…) como al más erudito (se cuece a fuego lento, produce Ulrich Seidl…). Algo previsible en su desarrollo, pero elegante e indudablemente bien filmado (en 35mm). El título hace referencia a una expresión vernácula austriaca del siglo XVIII: una persona que sufría melancolía y depresión estaba «atrapada en el baño del diablo». El film se basa en casos reales de mujeres que cometieron asesinatos (principalmente, infanticidios) como alternativa al suicidio, ya que, según la creencia de la época, el suicidio les cerraba las puertas del cielo. El baño del diablo arranca, precisamente, con una mujer que deja caer un bebé por una cascada. En vez de recurrir al flashback, los autores introducen a una nueva mujer (Agnes) en la comunidad. Tras contraer nupcias, pronto quedará claro el tipo de vida que le aguarda y todo lo que se espera de ella. Ayudar en la pesca en el río, cocinar, limpiar, quedarse embarazada… Agnes pasa por una serie de rituales turbadores, pero es la presión social, bajo el yugo de la religión, lo que resulta más asfixiante. En general, la película avanza firme y contenida, creando una incomodidad creciente, paralela a la locura melancólica en la que, de manera inexorable, va cayendo la protagonista.

En un momento de Fréwaka (Aislinn Clarke) se afirma que a los malos espíritus “les gustan los umbrales” y que, por ello, es mejor no casarse nunca, ya que una boda es un umbral. El baño del diablo, Sister Midnight y la propia Fréwaka empiezan con una boda. ¡Y así les va a las tres mujeres! Aquí, la protagonista es una estudiante de enfermería, con un trauma a cuestas, que acude a una apartada aldea para cuidar de una anciana con demencia. El término “fréwaka”, una palabra irlandesa que –según contó la directora- se podría traducir como “raíces enredadas”, funciona como metáfora del arraigo de los dogmas de la iglesia católica en la mente de los personajes. Quizás en consonancia, la narración resulta un tanto confusa y se permite dejar algunos cabos sueltos. Pero la realización de Clarke es sosegada y relativamente comedida. Eso sí, mal que le pese, Fréwaka está más cerca de Relic que de The Wicker Man. Precisamente la directora de Relic, Natalie Erika James, nos trajo a una tercera mujer recién llegada (de Nebraska a Nueva York, en este caso) que acaba atrapada en una tela de araña. Apartamento 7A es una innecesaria precuela de La semilla del diablo. Salvo las interpretaciones de Julia Garner y, sobre todo, Dianne Wiest, la película apenas ofrece nada. Solo golpes de efecto y un respeto reverencial por el clásico de Polanski. No ofende, pero la pasamos de largo.
Sin duda, el extrañamiento más original de un personaje en un entorno nuevo y hostil lo protagonizó Pepe. La película de Nelson Carlo De Los Santos Arias cuenta la historia de uno de los hipopótamos que el narcotraficante Pablo Escobar llevó, de contrabando, a una de sus haciendas en Colombia. De hecho, el narrador es el espíritu del hipopótamo Pepe, sacrificado por las autoridades del país. Su voz en off ocupa casi toda la primera mitad del film. El discurso y, sobre todo, la historia son interesantísimos, pero quedan ahogados en la amalgama de recursos formales que aplica el director dominicano. De todos ellos, el mejor es el de los sketches en los que actores, indisimuladamente no profesionales, recrean los conflictos vividos en la zona. También las imágenes del parque temático en que se ha convertido la hacienda podrían haberse independizado del resto. Puede que Pepe, tan poliédrica y elocuente como frustrante a veces, solo quiera mostrarnos las diferentes maneras de contar una historia.

Escape From the 21st Century (Li Yang) es otra película multiforme y abrumadora que nos introduce en otro tipo de viaje. Su premisa es imposible: infectados accidentalmente por un material químico desconocido, tres adolescentes descubren su capacidad para viajar en el tiempo (veinte años hacia delante) cada vez que estornudan. La ópera prima de Li Yang mezcla anime, videojuego (referencias explícitas a Street Fighter II incluidas), diferentes formatos de imagen… En un gag meta un personaje afirma: “este montaje no tiene ningún sentido”, pero sí lo tiene. El film adopta un tono inesperadamente nostálgico, simpático pero amargo, para hablarnos de la memoria, el amor platónico y la amistad. En varios aspectos (los saltos en el tiempo, la importancia del primer amor, el desenfreno visual…) se alinea con Ick (Joseph Kahn), también vista en Sitges, pero supera a esta en todo. Aunque un recorte de metraje le habría venido bien, incluso el agotamiento cobra sentido en una película capaz de transmitir el espíritu de los 80 a través de la sobrecarga visual, informativa y lúdica que impera en la actualidad. Por muy disparatada y delirante que parezca, su osadía vuela más alto que 2073 (Asif Kapadia), otro viaje de ida y vuelta en el tiempo de intenciones más “serias”. La combinación de documental y ficción distópica de 2073 es ambiciosa pero, decididamente, fallida. En su loable propósito de hacer una radiografía de la situación mundial, Kapadia abarca demasiados temas y, por momentos, adopta un tono casi panfletario. Su llamada final a la rebelión, además, fracasa después de la desalentadora catarata de imágenes y mensajes que la precede.

MadS (David Moreau) muestra el desmoronamiento del mundo sin necesidad de entrar a analizarlo. Lo hace, en cambio, de manera indirecta, a través de una experiencia física. En un plano-secuencia único, y en absoluto gratuito, David Moreau filma la noche de pesadilla de tres jóvenes afectados por una extraña droga. El director francés se pega, consecutivamente, a Romain, Anaïs (su novia) y, finalmente, Julia (amiga de ambos). Cada uno vive el mal viaje y su transformación de manera distinta. Romain se revuelve hacia dentro, reaccionando contra sí mismo. Anaïs, en cambio, se desinhibe, se libera a través de una danza eufórica y espasmódica que es toda una performance. Moreau relega cualquier explicación para centrarse en los cuerpos de sus personajes. Lo que le interesa es mostrar la desintegración interior, la alienación y la rabia de toda una generación, no tanto sus causas externas. MadS supone un felicísimo reencuentro con el director de Ellos (2006), después de una larga y extraña travesía por el desierto. El “nuevo extremismo francés” recupera a uno de los suyos con un trabajo físico y vibrante que te arrastra desde el principio y no te suelta en 95 minutos.
El viaje de Alex, el fotógrafo en crisis de A Desert (Joshua Erkman), también es una auténtica pesadilla. El desierto en el que se adentra opera como un espacio mental, libre y salvaje. Renny, un intimidante Zachary Ray Sherman (que recuerda a Willem Dafoe de joven), es la fuerza natural y maligna que lo habita. La película pasa del cine de autor al thriller (su revisión de Psicosis funciona bien) y de este al slasher con toque de torture porn, donde pierde pulso. Pero el mayor problema de A Desert es que se explica demasiado a sí misma. El inicio en un cine abandonado tiene su atractivo, pero el final (con un drive-in fantasma que cobra vida) es decididamente forzado e innecesario. Además, Erkman se cuida de introducir entre ambos un flashback en el que Alex y su mujer comentan una foto (una pantalla en blanco en otro drive-in) que cuelga de la pared de su dormitorio. El diálogo, poco natural, explicita unas pretensiones meta que no acaban de encajar en la propuesta.

En cambio, Azrael (E.L.Katz), un film de género puro con todo lo que el público de Sitges espera (sangre, acción, un ritmo trepidante…), no solo no sobrecarga al espectador con explicaciones, sino que le obliga a ir encajando piezas. De hecho, se trata de una película sin diálogos, algo que E.L.Katz (Cheap Thrills) y el guionista Simon Barrett (You’re Next, Guest) resuelven bastante bien. El bosque en el que nos sitúa, y del que nunca saldremos, es otro infierno dejado de la mano de Dios. Las criaturas carbonizadas que lo habitan, simples y misteriosas, son todo un acierto. Azrael es un extenuante survival postapocalíptico y mitológico que confía en el espectador y no pierde el tiempo. Una experiencia inmersiva de 85 minutos. Nunca te sueltes, lo último de Alexandre Aja, es otra aportación al subgénero survival que, además, comparte con Azrael el hecho de tener un bosque como espacio único y poner la maternidad en entredicho. La película es una performance en potencia (una madre y dos hijos atados a una cuerda), pero Aja no parece dispuesto a correr muchos riesgos. Las cuerdas son un símbolo del cordón umbilical. La cabaña, el único lugar seguro, representa el útero materno. El contraste entre el hijo obediente y el que se rebela cuestionando a su madre tiene su miga. Sin embargo, el film cae en, al menos, dos errores de bulto: la redundante voz en off de uno de los niños y la resolución del misterio central, vaga y precipitada.

La nube digital de Cloud es otro espacio metafórico, relacionado con la desconexión de la realidad. Kiyoshi Kurosawa firma un thriller de personajes comunes. Aquí no hay detectives, gánsteres ni nada por el estilo. Solo un joven que se dedica a la reventa y especulación digital, su novia y unos cuantos clientes insatisfechos. La forma de vida de Yoshii, además de peligrosamente adictiva, es puro humo. En la primera reventa que vemos, Kurosawa monta la espera del protagonista frente al ordenador con toda la tensión visual de un atraco. En la segunda mitad, el japonés toma los códigos del cine negro (la femme fatale, la traición…) y los desnaturaliza, transformando Cloud en un film de acción casi onírico. Kurosawa entra en la mente paranoide del protagonista para diluir la barrera entre lo real y lo virtual. No es que la historia pase en la cabeza de Yoshii, pero los personajes que lo envuelven parecen sufrir un desajuste, son reinterpretados por su mente, cada vez más perdida. Aún así, Cloud se resiste a abandonar las formas del cine de acción policial. El espacio bidimensional que se genera con ello puede resultar chocante, pero el humor soterrado corrobora el espíritu juguetón de un cineasta que disfruta colocándose en terreno de nadie.
En su primer largo, Enrique Buleo también lleva el cine de género (de fantasmas en este caso) a la cotidianeidad, obviando la línea que separa la vida de la muerte. Bodegón con fantasmas recupera el formato de film episódico con cinco relatos ubicados en un mismo pueblo manchego. Picando de Berlanga, Almodóvar o Kaurismaki, Buleo ofrece un retrato coral de unos vecinos que conviven con el más allá de forma natural. Y lo hace con cariño, evitando caer en la caricatura burlesca. Bodegón con fantasmas nos habla de la necesidad y el deseo de contacto, ya sea físico, emocional o extrasensorial. El realizador conquense trata por igual a los personajes vivos y a los muertos. Y estos actúan en consecuencia. Así, en el primer episodio, un hombre se empeña en ser reconocido como mujer… aunque ya esté muerto. En otro, dos fantasmas se quejan amargamente de la eliminación del limbo. Precisamente, Buleo muestra la disolución de esa zona intermedia, en un deseo de borrar las líneas que nos separan, tal vez incluida la que distingue el cine clásico con el actual.

Segundo acto (Quentin Dupieux), por su parte, diluye la frontera entre realidad y ficción. Las cuatro figuras principales son, alternativamente, personajes (dos amigos, una chica y el padre de esta última), actores en la ficción que los interpretan y, por último, los propios actores reales que dan vida a unos y otros. Aunque, supuestamente, estemos en un rodaje, nadie grita “¡corten!” ni vemos cámara alguna. Todos entran y salen de sus personajes cuando ellos quieren, lo que sitúa a las cuatro figuras en una interesante línea fronteriza. Segundo acto se emparenta con Yannik (2023), uno de los filmes inmediatamente anteriores del prolífico Dupieux, por el planteamiento teatral (becketiano) y minimalista, lejos de los delirios surreales de otros trabajos suyos. En Yannik, el francés reflexionaba sobre el papel del espectador y ponía en crisis el trabajo de los actores. En Segundo acto se centra en estos últimos, pero desafiando nuestra mirada. La revelación de la presencia de la inteligencia artificial en la función añade una capa más de significado y nos obliga a releerlo todo. Dupieux apunta a la industria del cine y dispara contra todo y contra todos: el impacto de la I.A., la corrección política, los egos de las estrellas... El final, un travelling de los raíles usados para los travelling del film, no puede ser más poético y elocuente. La imagen, inevitablemente, nos hace pensar en un viaje en tren, aunque estemos, en realidad, en una vía muerta. Quizá lo único que puede ofrecernos el cine es un viaje a ninguna parte. Lo dice el personaje de Léa Seydoux al principio: “C'est pour ça que c'est cool, le cinéma: ça sert à rien!”.
© Xavier Romero, octubre 2024.
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