top of page

Sitges 2023. Lo que es normal para una araña es el caos para una mosca.


El cine fantástico refleja los anhelos y, más aún, los miedos de cada época. A veces reconocemos mejor nuestras inquietudes en una película de este género que en un drama, un documental o, ya no digamos, un noticiario. El distanciamiento del elemento fantástico nos permite enfrentarnos a nuestros males sin taparnos los ojos. La ficción es un pacto con el espectador más que un ejercicio de manipulación. Y esto, en un mundo en el que la mentira campa a sus anchas, supone una liberación. Así, las consecuencias de la Covid o del cambio climático, la inmigración y la xenofobia, la salud mental y el estrés laboral, el aislamiento y la falta de empatía, son temas que se han paseado estos días por las salas de Sitges. Con esto no quiero decir que el cine fantástico atraviese, precisamente, por un buen momento. De hecho, parece desorientado, en parte por el creciente dominio de lo irreal (con la inteligencia artificial como más reciente capítulo) en nuestras vidas. Tal vez por ello, asistimos con frecuencia a una mera repetición de viejas fórmulas, ya sea por nostalgia o por un empecinamiento ingenuo. El resultado, claro, es solo una sombra que, en el mejor de los casos, nos resguarda momentáneamente del calor extremo.


Vermin: La plaga (Sébastien Vanicek) y Apéndice (Anna Zlokovic) son dos primeras películas que retoman, con renovado entusiasmo, lo que nos enseñaron los maestros del terror en los 70 y 80. Y lo hacen, como aquellos, para hablarnos de algunos males de nuestro tiempo. Sin embargo, Wake Up (RKSS) y Something in the Barn (Magnus Martens), aquejadas del síndrome de la nostalgia, se contentan con ser copias de lo que ya fue. Pero también el nuevo cine que se pretende más autoral vive bajo su propia sombra. The Uncle (David Kapac y Andrija Mardesic) reduce de Lanthimos lo que este ya redujo de Haneke. Tiger Stripes (Amanda Nell Eu) alude explícitamente a Apichatpong Weerasethakul, pero no tiene la profundidad del cine del tailandés.


En cualquier caso, un festival especializado como el de Sitges permite hacer una radiografía bastante aproximada de nosotros mismos. Y si nos atenemos a esta 56ª edición, no cabe duda de que el cine de género francés ha dejado claro cuáles son sus actuales señas de identidad. Si el fantástico del país vecino goza de buena salud, en parte es por su empeño en encontrar una manera de representar aquello que nos rodea, nos amenaza y nos cuesta entender. Los cuatro títulos franceses que tratamos a continuación intentan descifrar la tela de araña en la que nos sitúan. La sensación de que lo que acontece escapa a nuestro control es común a todas ellas.


Vincent debe morir (Stéphan Castang) y El reino animal (Thomas Cailley) son dos claros ejemplos de películas post-Covid, dos parábolas sobre la psicosis colectiva y el miedo al otro. La primera tiene un acercamiento más minimalista. Un buen día , sin ninguna razón, Vincent es atacado por un compañero de trabajo. Este último tampoco entiende por qué lo ha hecho. La situación es tan insólita y el tipo de humor tan absurdo que podríamos estar en el universo de Quentin Dupieux. Sin embargo, los ataques empiezan a sucederse y lo cómico se oscurece cada vez más. ¿Acaso no nos tomamos a broma los primeros avisos sobre el Covid? Castang varía ligeramente situaciones que hemos vivido durante la pandemia. El miedo a la proximidad con otra persona se reduce aquí al mero contacto visual (es este el que genera la transmisión). Vincent se aísla voluntariamente como protección. Incluso vemos la conveniencia de tener un perro, no para poder salir de casa a pasear, como ocurrió durante el confinamiento de 2020, sino porque los canes detectan anticipadamente quién se dispone a atacarnos.


Vincent debe morir funciona muy bien hasta que empezamos a preguntarnos por qué nadie se protege de las miradas con gafas de sol. O cómo es posible que, en la escena del barco, Vincent y la mujer que lo atacó abandonen todas las precauciones previas, y mantengan una larga conversación y hasta hagan el amor. Castang, además, acaba relegando a un segundo plano su alegoría existencialista para ofrecernos un tramo final prototípico del cine de zombis. Una pena porque los logros de la primera mitad de esta ópera prima merecen no pasar desapercibidos.

El clima de violencia que vive Francia también está presente en El reino animal. Una violencia generada, en esta ocasión, por la desconfianza hacia las personas que están mutando en animales salvajes. Dichas transformaciones no son obra de los experimentos del Doctor Moreau, sino fruto de algún proceso natural (no hay pruebas de contagio, pero sí una más que probable cuestión genética en el caso de Émile, el joven protagonista). Quizás son personas con una sensibilidad especial. Nunca lo sabremos. La metáfora de Cailley parece apuntar, en buena medida, al problema de la xenofobia y la inmigración. Así lo atestiguan esas pintadas en la pared o las camisetas con el eslogan “Me gustan las bestias, pero lejos”. Incluso se mencionan unos centros de internamiento para los mutantes que podrían estar aludiendo a los CRA (Centre de Rétention Administrative) y que, por cierto, no salen muy bien parados. La madre del protagonista acaba huyendo de uno y el padre se niega a internar a su hijo en otro.


Pero la metáfora del inmigrante es extensible a cualquiera que es considerado “diferente”. El reino animal es un canto a la diferencia, a la mezcla e incluso a la rebelión y la desobediencia. No en vano, la policía, representante del orden y la ley, aparece retratada como un ente deshumanizado, cuyos métodos expeditivos arrasan con todo. Formalmente, la película no es tan subversiva. De hecho, apela a un público amplio, lo que no tiene nada de malo, dicho sea de paso. Le sobran varios minutos y algún subrayado musical (los dos males más comunes percibidos estos días en Sitges). Y el final es un poco cursi. Aún así, contiene dos o tres momentos estupendos (cfr. el grito a distancia de la joven pareja de enamorados) y se disfruta con agrado.


El reencuentro con nuestro yo salvaje y el retorno al bosque contienen una preocupación por el medio ambiente. Acide (Just Philippot) aborda directamente el tema del cambio climático. El pánico generado por unas incesantes lluvias ácidas conecta con la paranoia de Vincent debe morir. Pero, a la postre, la lluvia ácida acaba siendo el contexto de un drama familiar. Como Émile en El reino animal, la protagonista es una adolescente maltratada por sus compañeras de clase. Selma idolatra a su padre, pero a lo largo del film tendrá que desmitificarlo, primero, para reencontralo después. Tras la notable La nube (2020), el nuevo trabajo de Just Philippot es un poco decepcionante. Pese al tema que trata, nada en él resulta tan inquietante y perturbador como los mejores momentos de su ópera prima. Y eso que desarrolla un corto propio anterior a La nube. Acide se amolda al género de cine de catástrofes naturales, ofreciendo más acción que reflexión. Lo más llamativo es que, como los otros dos títulos tratados hasta ahora, nos pone en situación desde el inicio y no pierde el tiempo con prólogos ni farragosas explicaciones. Tampoco asistimos a un desenlace que resuelva el problema. Todas estas películas parecen decirnos que ya estamos sufriendo una transformación, que no hay vuelta atrás ni se divisa solución alguna.


Cierra este bloque de cine francés post-pandémico y paranoico Vermin: La plaga, primer largo de Sébastien Vanicek. Una pequeña sorpresa, ya que hacía mucho que el cine de monstruos (aquí, arañas evolucionadas) no conseguía entretenerme. Casi toda la acción transcurre en un edificio en cuarentena, en un barrio del extrarradio parisino. Los protagonistas son cinco adolescentes atrapados, en más de un sentido, que Vanicek se toma la molestia de construir emocionalmente. La actitud de la policía, aquí también del todo censurable, denota la lectura política -con la inmigración en el punto de mira- que encierra el film. Vanicek maneja con buen gusto algunos referentes clásicos. El prólogo en el desierto parece inspirado en El exorcista de William Friedkin. Los golpes de efecto están bien dosificados en un crescendo efectivo que desemboca en el universo Alien. Cierto que nada es novedoso. Además, como muchas películas vistas durante el festival, cae en el cansino recurso de cerrar secuencias con música atronadora. Y tampoco acierta del todo con el desenlace, provocado por una decisión absurda de un personaje. Sin embargo, nada de ello empaña los logros de Vermin: La plaga ni el buen mal rato que nos hizo pasar.

La paranoia no siempre es consecuencia de una amenaza exterior. Esta edición del festival de Sitges atestigua también la llegada al cine de la creciente preocupación por la salud mental. La autoexigencia, el estrés o la presión laboral también generan monstruos. La americana Apéndice (Anna Zlokovic), la coreana Sleep (Jason Yu) o la española Moscas (Aritz Moreno) serían ejemplos de ello.


Con Apéndice, Anna Zlokovic retoma su corto homónimo de 2021. La protagonista es una joven diseñadora de moda que se esfuerza hasta el límite por agradar a su arrogante y exigente jefe. Su nivel de estrés es tal, que desarrolla un bulto parlante en su cuerpo. La puesta de largo de Zlokovic destila el mismo cariño por el cine de género clásico que Vermin: La plaga. En Apéndice los referentes son Basket Case (aquella delirante serie B de Frank Henenlotter con un monstruoso siamés telepático) y La invasión de los ladrones de cuerpos (cualquiera de sus versiones). La influencia de Carpenter y Cronenberg son también patentes, sin recurrir al homenaje ni caer en el refrito. Apéndice está lejos de ser un trabajo redondo. Aquí también sobran subrayados sonoros y musicales. El ritmo se resiente en algún momento dramático demasiado explicativo. Y todo se resuelve de manera un tanto atropellada. Aún así, no gana con unos efectos especiales artesanales y la asunción de un tono estrafalario (que no desmadrado) llamado a dividir. Y el caso es que, sin renunciar en ningún momento a ese aire desenfadado, plantea más de un tema duro.


Moscas no pasa de ser un divertimento de humor negro sobre el mundo corrupto de los altos ejecutivos. La pesadilla en que se ve envuelto el protagonista (Ernesto Alterio) es fruto de su mala praxis y falta de escrúpulos en el trabajo. La ciudad de Buenos Aires es el escenario ideal para simbolizar la tela de araña en la que queda atrapado el protagonista. Pero nada de lo que vemos nos lleva a una reflexión profunda ni ofrece nada nuevo en las formas. La coreana Sleep, debut en la dirección de Jason Yu, juega con recursos estilísticos característicos del género de terror, pero con un toque de humor y sin perder nunca de vista lo que realmente le importa: la exigencia de la vida profesional, la disolución de la pareja o, incluso, la manipulación que se establece en una relación cuidadora-enfermo. No es casual que ella sea una rígida ejecutiva ni que esté embarazada, como tampoco lo es (lo comento por el final que no desvelaré) que su marido sea actor. Yu construye su particular historia de posesión con paciencia y de manera progresiva. Y aunque pueda parecerlo, no renuncia en ningún momento a una doble lectura que, sin duda, enriquece su propuesta.


Sleep y la noruega Something in the Barn, otra película en la que se tambalea la unidad familiar, coinciden en burlarse del pensamiento positivo. “Juntos podemos superarlo todo” es el lema que cuelga en una pared de la casa del matrimonio de Sleep, y que quedará en entredicho. Es ella, la ejecutiva de éxito y cuidadora, quien repite la frase constantemente, incluso para censurar la actitud de su marido. La nueva mujer del divorciado padre de familia de Something in the Barn pretende ganarse a los hijos de este con la misma filosofía. Su “happy vision” se da de bruces con la realidad y ella misma la acaba mandando literalmente a la mierda.


El activismo medioambiental de los jóvenes de Wake Up tampoco sale muy bien parado. Aunque los autores de Turbo Kid y Verano del 84 no tienen la guasa ni la mala leche de Eli Roth para burlarse de ellos. Como decíamos al principio, Something in the Barn y Wake Up quieren ser películas de otro tiempo. De hecho, la primera viene a ser Gremlins pero con gnomos. Estos también tienen sus tres normas: no les gusta el ruido, la luz ni los cambios. Y también se desmadran -como en la escena del bar en el film de Joe Dante- cuando entran en casa de la familia americana y se emborrachan. El espíritu familiar del universo Spielberg planea durante toda la función. Los primeros encuentros del niño con el gnomo en el granero no pueden más que recodarnos a ET. Por su parte, Wake Up nos ofrece un slasher al uso, encerrando a sus protagonistas en una suerte de Ikea por la noche, como hiciera Intruder (Scott Spiegel, 1989) en un supermercado. Muy celebrada en la sala, entretiene pero se olvida pronto.

Las que sí pretenden innovar, a pesar de mirar sin disimulo al pasado, son la americana Riddle of Fire (Weston Razooli) y la malasia Tiger Stripes (Amanda Nell Eu), dos óperas primas que juegan la baza de la estética low-fi con desigual fortuna. La primera, protagonizada por un grupo de niños, recupera el espíritu de películas como Los Goonies (Richard Donner, 1985) pero alejándose completamente de ellas en muchos aspectos. Rodada en 16mm, Riddle of Fire es políticamente incorrecta (los niños roban, son malhablados…). Lo que genera la aventura no es la búsqueda de un tesoro ni nada espectacular, sino el intento desesperado de llevar un pastel de arándanos a su madre, para que esta desvele el código secreto que les permita jugar a la videoconsola. Consecuentemente, Razooli le da a la aventura una estructura de videojuego (cada logro conduce a una nueva prueba), acorde con el objetivo final de los chavales. La entrada en juego de una banda de cazadores furtivos y de una niña con algún poder mágico acentúa, por otra parte, el carácter de cuento del film. Riddle of Fire es tierna sin ser cursi, bonita sin caer en esteticismos. Y, desde luego, es fácil empatizar con sus protagonistas. Pero sus casi dos horas son, a todas luces, excesivas y a veces resulta demasiado autoconsciente. La escena del baile, por ejemplo, pensada para ser un momento antológico, está demasiado montada y se percibe poco auténtica. El experimento de Razooli es atractivo pero un tanto banal.


Algo similar le ocurre a Tiger Stripes, un cuento coming-of-age feminista, centrado en un internado de chicas en un pueblo rural de Malasia. La primera menstruación y los cambios hormonales generan en la protagonista, una niña rebelde de 12 años, una transformación y una nueva percepción de los demás hacia ella. Todo ello nos remite a Carrie (Brian de Palma, 1976) o En compañía de lobos (Neil Jordan, 1984), aunque la película se define mejor como un cruce imposible entre Crudo (Julia Ducornau, 2016) y Tropical Malady (Apichatpong Weerasethakul, 2004). Nell Eu recurre al folklore nacional para elaborar una alegoría de la bestia interior que habita en cualquier chica a punto de alcanzar la pubertad, así como de la represión que puede ejercer una sociedad profundamente conservadora. El body horror aparece más tamizado que en el adolescente de El reino animal, aunque ambas transformaciones operan en el terreno de lo mítico. Lejos de hacernos creer su capa fantástica, Nell Eu la puntúa con toques de humor y unos efectos especiales orgullosamente cutres. Unos vídeos de tik-tok buscan resaltar la supuesta modernidad de un trabajo simpático, pero bastante menos subversivo de lo que aparenta.


La mitología rural, el rito y la superstición acompañan el viaje iniciático de otra adolescente temprana en la chilena Brujería. Christopher Murray nos lleva a la remota isla de Chiloé a finales del siglo XIX, para contarnos una historia de venganza (o mejor, de búsqueda de justicia) en un contexto colonial. Aunque se basa en el caso real del juicio de La Recta Provincia, de 1880, Brujería se mueve también en el terreno de la fábula. Quizá por ello los personajes secundarios son demasiado arquetípicos. Después de un prólogo potente, el film adopta un tono monótono y trascendental. Murray no acaba de encontrar el equilibrio entre la contención y la emoción. Donde vuela más alto, y aún así se queda a medio camino, es en el reencuentro de la joven protagonista con sus raíces indígenas, representado por su contacto con la frondosa naturaleza del lugar.


La espera (Francisco Javier Gutiérrez) es otro thriller rural español, con aires de western, bien hecho per nada sorprendente. Si hablamos de personajes arquetípicos, aquí tampoco faltan. El alcalde corrupto de La brujería haría buenas migas con el terrateniente de La espera. La primera mitad, sin aportar nada nuevo, está construida con precisión y a fuego lento. El análisis de la codicia y el sentimiento de culpa se palpan, sobre todo por el buen trabajo actoral de Víctor Clavijo. El autor de la tercera parte de The Ring añade, en el último tramo, una serie de elementos fantásticos que conducen a un final poco satisfactorio. Sin entrar en detalles, la escena de la revelación que suponen unas fotos colgadas en una pared es poco convincente. Primero, porque la hemos visto muchas veces y, segundo, porque el personaje, pese a estar solo en la estancia, verbaliza lo que ve por miedo a que algún espectador se pierda.

Volviendo a la adolescencia y a los males de nuestro tiempo, hemos podido constatar que el cine fantástico más reciente sigue abordando el tema del bullying. Los procesos de aprendizaje y cambio de la niña de Tiger Stripes, del chico de El reino animal e incluso el que experimenta la adolescente de Acide respecto a su padre, van siempre acompañados de algún grado de acoso. La joven de Brujería escapa de la norma al estar rodeada de adultos. Pero tenemos más casos. Uno de los episodios de la rocambolesca Pandemonium (Quarxx) tiene como protagonista a una chica que, víctima de bullying, acaba en el infierno por haberse suicidado (!). En Humanist Vampire Seeking Consenting Suicidal Person, de Ariane Louise-Seize, un adolescente constantemente humillado corre mejor suerte al conocer a una vampira capaz de acabar con su sufrimiento.


Bajo su apariencia de comedia negra ligera, Humanist Vampire… esconde una sutil reflexión. La vuelta de tuerca que distingue este film de otros de corte vampírico es el “exceso” de empatía que “padece”, desde su infancia, la vampira protagonista. Louise-Size presenta una sociedad vampírica organizada, con dentistas, médicos o psicólogos, a los que acuden los padres de Sasha, preocupados porque a su hija no le salen los colmillos. La joven Sasha es la rara de la familia por empatizar con las que deberían ser sus víctimas. Paralelamente, observamos el comportamiento cafre de algunos humanos: los chicos que se burlan de Paul o unos profesores incapaces de ver que este necesita ayuda. La metáfora está servida: vivimos en un mundo despiadado que nos consume y deshumaniza, un mundo en el que cuesta sobrevivir si piensas demasiado en los demás.


Pero lo que a Louise-Seize realmente le interesa es la adolescencia. Así, la escena en que Sasha y Paul discuten la mejor manera de que la primera muerda al segundo es un claro reflejo de la torpeza con que afrontamos la pérdida de nuestra virginidad. Pero, más allá de la anécdota, la realizadora quebequense pone sobre la mesa algunos problemas de la generación Z. A pesar del acoso que sufre, Paul no parece deprimido, sino más bien desmotivado. Simplemente, no encuentra sentido a su vida. Sasha, por su parte, se resiste a independizarse de sus padres para conseguir sangre. Se niega a entrar en la rueda porque sabe lo que ello implica. Estas actitudes denotan el miedo a crecer que caracteriza a muchos jóvenes de hoy. Todo ello está servido con sentido del humor, calidez y buen ritmo. Una fotografía oscura pero colorista y algo añeja.


Quizá sea el cine japonés el que más a menudo ha abordado temas como el bullying (ahí tenemos, sin ir más lejos, el reciente Monstruo de Kore-eda), la sociopatía o el aislamiento social juvenil (o hikikomori). Con Lumberjack the Monster, Takashi Miike ha aparcado su lado más gamberro para contarnos una fábula sobre jóvenes adultos a los que, de pequeños, les injertaron un chip para convertirlos en sociópatas. El protagonista es un abogado despiadado que, en su búsqueda de la verdad, evoluciona hacia esa empatía robada. Miike retrata una sociedad desconectada de su yo infantil, que pasa por encima de quien sea para conseguir sus objetivos. Lumberjack the Monster sigue las directrices de un thriller convencional aunque, y esto es quizá lo más original, los auténticos malvados de la función están muertos desde el principio. Miike se centra más en las consecuencias que en las acciones. Por ello su película resulta más contenida de lo habitual, para lo bueno y para lo malo. En exceso verbalizada, se alarga más de la cuenta, lo que repercute en un clímax endeble. Un trabajo correcto, parcialmente elegante, pero sin la garra que destilan otras obras de su autor.


Su homónimo y compatriota Takashi Shimizu recurre a la leyenda ancestral para hablarnos del presente. Immersion está protagonizada por un grupo de jóvenes científicos dedicados a la realidad virtual. Uno de ellos en particular ha conseguido crear un mundo virtual para, como él mismo confiesa, no tener que ver a nadie. Sin embargo, su isla artificial será una puerta de entrada para los fantasmas del pasado. Shimizu y Hideo Nakata, también presente en el festival, siguen intentando reverdecer los logros del j-horror que ellos mismos protagonizaron. Pero la fórmula de Immersion, en el fondo, es la de siempre. Tratando el tema que trata, además, es imperdonable que no consiga que empaticemos con los personajes.

En Brooklyn 45 los fantasmas aparecen de un modo más tradicional: a través de una sesión de espiritismo. La película de Ted Geoghegan, una pieza de cámara en tiempo real, también denuncia la deshumanización pero, en este caso, la que una guerra genera en sus participantes. Una vez acabada la Segunda Guerra Mundial, cinco veteranos se reúnen para celebrar la Navidad en casa de uno de ellos. El anfitrión convence a sus amigos para invocar el espíritu de su difunta esposa, que se suicidó durante el conflicto bélico. Poco a poco se destaparán los fantasmas de cada uno de ellos. El dolor y la culpa. Volvemos incluso a los temas de la paranoia y el miedo al otro, ya que es central en el relato que la mujer del anfitrión muriese convencida de que su vecina alemana era una espía nazi. El planteamiento es interesante, sobre todo a partir de la inesperada aparición de un sexto personaje que generará una tensión insostenible. Geoghegan consigue que el espacio único no se haga pesado, con la ayuda de un buen guion y excelentes diálogos. No en vano, el cineasta estadounidense contó con el inestimable asesoramiento de su padre, veterano de guerra, dando así máxima autenticidad a las experiencias descritas. Formalmente, Brooklyn 45 evoca la textura y la paleta de colores del cine clásico americano de la época. Es, en más de un sentido, un film voluntariamente anticuado pero efectivo.


No es esta la única película presente en el festival que recrea una estética añeja. Ya hemos mencionado antes el caso de Riddle of Fire y, en parte, el de Humanist Vampire… Podemos añadir ahora los de The Uncle (David Kapac, Andrija Mardesic), The Invisible Fight (Rainer Sarnet) o Late Night With the Devil (Cameron y Collin Cairnes). La primera nos traslada a Croacia en los años 80, cuando aún formaba parte de la extinta Yugoslavia. La segunda tiene como escenario un monasterio ortodoxo en la década de los 70 en la Unión Soviética. Y la última (que, desgraciadamente, no pude llegar a ver) simula ser una grabación encontrada de un programa de televisión de los años 70.


Como Brooklyn 45, The Uncle transcurre durante una cena de Navidad en la que apenas apenas salimos de una casa. Lo que pasa es que esta cena, en realidad, es una representación orquestada por el tío de la familia. Una representación, además, que se repite día tras día. El vestuario, la fotografía, la edición de los fragmentos de vídeo VHS, el empleo de sintetizadores para la banda sonora… El cuidado que ponen Kapac y Mardesic en el aspecto formal de su película está en consonancia con la obsesión perfeccionista del tío. Aunque es fácil reconocer la influencia de Funny Games (Haneke, 1997), The Uncle está más próxima al Lanthimos de Canino (2009). Desafortunadamente, se decanta por mostrar momentos chocantes en lugar de exprimir la complejidad del tema subyacente. En cuanto a la idea del loop, estimulante al principio, acaba atrapando al propio film, sobre todo en su parte central.


The Invisible Fight es, seguramente, la película más insólita que he visto este año en Sitges. Después de November (2017), un cuento mágico y poético con bellísimas imágenes en blanco y negro, el estonio Rainer Sarnet nos descoloca con una auténtica bizarrada, mezcla de kung fu, heavy metal y cristianismo ortodoxo. Tras ser atacado por unos invasores chinos, expertos en kung fu, el soldado Rafael queda fascinado por ellos. De vuelta a la vida civil, ingresa en un monasterio ortodoxo, habitado por monjes disidentes del régimen soviético, para iniciarse en las artes marciales.

Si algo pretende ser The Invisible Fight es, precisamente, un canto a la disidencia, no tanto en lo político como en lo personal. El entusiasmo de Rafael, inaccesible al desaliento, apela a nuestro niño interior. Como el mago del tema The Wizard de Black Sabbath -que acompaña las andanzas de nuestro antihéroe- Rafael “convierte las lágrimas en alegría”. La fotografía de Mart Taniel es colorista y analógica. Sarnet utiliza el zoom, como en las películas de kung fu de la época, trucos para simular el vuelo de los monjes, animación en stop-motion y hasta efectos sonoros, como el que acompaña a veces al parpadeo de un personaje, de clara inspiración cartoon. La apuesta por lo absurdo de Sarnet es decidida y original pero difícil de sostener durante 115 minutos.


De los dibujos animados, y en particular de El Coyote y el Correcaminos de la Warner, se nutre la también delirante Hundreds of Beavers, de Mike Cheslik. Una audaz combinación de imagen real y animada, en blanco y negro. La epopeya de un vendedor de aguardiente, reconvertido en trampero de pieles, contiene sutiles referencias al cine mudo. La antológica imagen de los cientos de castores persiguiendo al protagonista remite a la memorable escena de las novias detrás de Buster Keaton en Siete ocasiones (1925). Cuando el trampero se introduce en el mecanismo de la fábrica de los castores, recuerda a Chaplin en Tiempos modernos (1936). A todo ello hay que sumar una evidente influencia de los videojuegos. Como ocurría en Riddle of Fire, el protagonista va superando una serie de pruebas. Pero ahora la referencia es más explícita, con marcadores electrónicos que van mostrando su progreso. Ya que los videojuegos se han apropiado del lenguaje del cine, ¿por qué no hacer lo contrario?


Lamentablemente, a medio camino, Hundreds of Beavers se vuelve bastante repetitiva. Una vez más, la duración (109 minutos) no está justificada. También se echa en falta una mayor dosis de surrealismo y, sobre todo, de poesía. En uno de los escasos momentos líricos del la película, se nos cuenta una pequeña historia a través de las huellas en la nieve de unos animales. Una escena genial rematada con un buen gag. Pero ese juego de tonos, que tanto habría beneficiado al film, apenas lo volvemos a ver. Afortunadamente, Hundreds of Beavers remonta el vuelo en el último tramo, en el que por fin muestra buena parte de su potencial. Una rareza llamada a convertirse en pieza de culto, máxime si tenemos en cuenta la entusiasta reacción del público al final de la proyección.


A pesar de las imperfecciones de algunas de las últimas películas citadas, siempre es preferible una obra que arriesga, que se aleja de la norma. Estos días hemos visto trabajos muy bien acabados, técnicamente impecables, pero que no aportan nada nuevo. Y, en muchos casos, no lo hacen porque en ellas, por encima de la propuesta artística, prima el deseo de encajar en una maquinaria, de ser un producto vendible, ya sea en una plataforma como Netflix o en un festival de cine. Por eso, me gustaría cerrar esta larga crónica con una frase del poeta René Char, que cita el padre de El reino animal: “Lo que viene al mundo para no perturbar nada no merece ni consideración ni paciencia”. Que valgan estas palabras no solo para la gente diferente, sino también para el propio cine.


© Xavier Romero, octubre 2023.

bottom of page