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Sitges 2020. Sobreviviendo al virus.

A nadie se le escapa que la 53ª edición del Festival de Sitges se ha desarrollado en un contexto muy propio del cine fantástico y de terror que abandera. Muy a su pesar, Sitges nos ha ofrecido una experiencia real del subgénero de las infecciones víricas e incluso del survival, pues la amenaza latente de una suspensión y, finalmente, las medidas impuestas por la Generalitat a tres días del final –reduciendo aún más el aforo de las salas (del 70 al 50%) y dejándonos sin bares ni restaurantes en los que repostar entre sesión y sesión- convirtió el último tramo del certamen en una huida agónica.

La presencia internacional fue casi nula. Las mascarillas ahogaron los tradicionales gritos y vítores de los espectadores. En vez de zombie walk, tuvimos gel hidroalcohólico. Por una vez el miedo estuvo más fuera que dentro de las salas. Sin embargo, el festival salió adelante. Y es que un Sitges 100% virtual no habría tenido sentido.

La sombra de Cronenberg

Llegaba como favorita y, efectivamente, Possessor Uncut[1] se llevó los premios a mejor película y director. Brandon Cronenberg, que ya obtuvo el premio a la mejor dirección novel en 2012 con Antiviral, se confirma así como el nuevo niño mimado de Sitges. Su segundo film es un tecno-thriller, visualmente impecable, que retuerce la idea de entrar en el cuerpo de otro. Por supuesto hay cierta influencia del cine de Cronenberg padre (la frialdad clínica de los espacios, la transposición cuerpo-mente…), pero más aún del universo de Philip K. Dick, una combinación de paranoia y melancolía. Una película bien hecha, aunque uno no pudo evitar la sensación de asistir a un ejercicio de puro formalismo. A parte de solventar algunos momentos climáticos con el recurso fácil de superponer una catarata de imágenes a toda velocidad, Possessor deja entrever demasiado un calculado entramado de referencias y golpes violentos perfectamente repartidos.

La también canadiense Come True (Anthony Scott Burns) es otra propuesta estética que nos conduce por laberintos mentales y en la que la forma se impone al contenido. Aquí la excusa es un laboratorio que investiga nuestra actividad cerebral cuando dormimos. De nuevo la frialdad de las imágenes y la importancia de los espacios conducen a David Cronenberg. Otra vez aflora un tono melancólico dentro de un argumento paranoico. Philip K. Dick es, de hecho, referenciado explícitamente en una escena en una biblioteca. Con pocos medios, Scott Burns construye un artefacto visual bastante subyugante pero irregular, cuyo cripticismo acaba jugando en su contra.

Otro que ha intentado emular a Cronenberg es el polaco Filip Jan Rymsza con Mosquito State. Nos moveríamos ahora entre La mosca y Cosmópolis, que es como decir entre Kafka y DeLillo. La transformación física y mental de un analista de Wall Street, los meses previos al estallido de la crisis financiera de 2008, es una premisa interesante pero Rymsza infla su metáfora hasta caer en el ridículo. Y no tanto por la peculiar afición que desarrolla el protagonista en su proceso de alienación (criar una plaga de mosquitos en su habitación y dejar que le piquen todo lo que quieran), como por la débil definición de sus personajes o la deficiente resolución formal de algunas escenas.

Vive la France!

Curiosamente, la protagonista de la francesa La nube (primer largo de Just Philippot) tiene un criadero de langostas (el insecto, no el crustáceo) a las que, en la escena más terrorífica que he visto este año, llegará a ofrecerse como alimento. Hay en esa imagen algo muy perturbador y, de nuevo, cronenbergiano. La maternidad desviada y sublimada, la entrega y conexión con sus criaturas, pueden remitir a The Brood. Claro que aquí tenemos una lectura sociopolítica de lucha por la subsistencia familiar y la supervivencia del planeta. El trabajo visual y sonoro con los saltamontes es impresionante. Los subtemas, como el bullying a la hija adolescente, se acoplan perfectamente a las intenciones de Philippot. El crescendo está muy bien construido, tanto que el clímax final palidece en comparación. Premio especial del jurado y mejor interpretación femenina.

Además de La nube, otras dos producciones francesas han ido directas a mi pódium particular. Poco prometía la historia de otro adolescente obligado a pasar por la licantropía para alcanzar la edad adulta. Pero Teddy, primer trabajo en solitario de los hermanos Ludovic y Zoran Boukherma, fue toda una sorpresa. Admirable la solvencia con la que, casi sin que nos demos cuenta, el film pasa de la comedia al terror y de este al drama, sin enfatizar demasiado ningún registro. De la falta de medios hace virtud, recurriendo oportunamente a la elipsis y el fuera de campo. Su tono ligero no impide que Teddy, marginado y enfermo de amor, nos arranque incluso una lagrimilla. Una pequeña gran película que pasó bastante desapercibida, excepto para el Jurado de la Crítica (permítanme que aquí guiñe un ojo).

Volviendo a los insectos, el habitual Quentin Dupieux presentó Mandibules, protagonizada por una mosca gigante y dos amigos muy tontos pero entrañables. Dupieux parece estar despojándose de sus armazones meta para concentrarse en unos personajes que, eso sí, no dejan de moverse en un mundo propio. Su obra más depurada y humanista hasta la fecha es también la más cercana al teatro del absurdo. El francés plantea de inicio un argumento que no es más que un gran macguffin. Los amigos deben llevar un maletín a alguien pero, al ir a guardarlo en el maletero de un coche, se encuentran con una mosca gigante. A partir de ahí, la misión queda postergada hasta una breve resolución final carente de cualquier suspense. Lo que le interesa a Dupieux es la relación de amistad, la forma en que se establecen vínculos (ese “toro”), algo que el grupo de pijos con el que pasarán un ocioso día no alcanza a entender. Quizá la mente enferma de Agnès (memorable Adèle Exarchopoulos) sea la más apropiada para descifrar el código interno de una obra tan esquiva en el análisis como perfecta en su ejecución.

Francia aportó otros dos títulos a la sección oficial: Le dernier voyage de Paul W.R. (Romain Quirot) y Kandisha, de los reincidentes Maury & Bustillo. La primera no llegué a verla. Respecto a la segunda, mejor no extenderse. Los responsables de À l’intérieur (2007) han perpetrado un Candyman de segunda, convencional, previsible y con las escenas de espiritismo peor resueltas que recuerdo en bastante tiempo. Pasemos página.

Cuidados intensos

Si en la edición anterior del festival destacábamos la cantidad de películas que trataban el tema de la unidad familiar, este año han coincidido varios títulos sobre la relación entre la figura del cuidador y el familiar enfermo. The Dark and the Wicked (Bryan Bertino) y Relic (Natalie Erika James) abordan, en concreto, los sentimientos de abandono y de culpa que sienten, respectivamente, padres e hijos.

La primera arranca bien. Bertino se toma su tiempo para crear una atmósfera asfixiante en el reencuentro de dos hermanos con su madre, ante la muerte inminente del padre. Desgraciadamente, tras una muy buena primera secuencia de impacto, el film empieza a acumular un momento climático tras otro de manera que, al final, tanta sombra y aparición repentina, tanto ring telefónico y subrayado musical, dejan el engranaje al descubierto y, peor aún, agotan.

En Relic, ópera prima de su joven directora, son madre e hija las que van a cuidar a la abuela, con evidentes signos de alzheimer. El retrato de las tres mujeres y la ambientación son notables. Ahora bien, James lleva su propósito de confundir un poco lejos. Nos cuenta una historia de una cabaña en el bosque que no conduce a nada, y constriñe la alegoría de la vejez que es esa casa “encantada” llena de manchas. Además, el giro en el tramo final se le va un poco de las manos (me sobra ver a la abuela convertida en un monstruo amenazante). Eso sí, después del ruido efectista, Relic concluye con una secuencia extrañamente bella.

Al inicio de The Education of Fredrick Fitzell (Christopher Macbride), un joven que ronda los 30 años visita a su madre hospitalizada, la cual es incapaz de reconocerlo. La escena es el desencadenante de un lisérgico viaje por la mente del protagonista y una reflexión sobre la memoria. El planteamiento es interesante. Un thriller, que alterna constantemente pasado y presente, sobre la extraña desaparición del amor (platónico) del Fredrick adolescente. Desafortunadamente, el film cae en golpes de efecto (otra vez esos montajes visuales y sonoros histriónicos). Su narrativa saturada nos hace llegar algo cansados a un emotivo final, en el que, inesperadamente, Macbride nos devuelve a la figura materna.

My Heart Can’t Beat Unless You Tell It To (Jonathan Cuartas), mejor película de la sección Noves Visions y mejor dirección novel, es aún más melancólica que The Education of Fredrick Fitzell y más opresiva que The Dark & the Wicked. También la que incide más en la cuestión de la dependencia. Aquí son dos hermanos los que cuidan de un tercero que solo se alimenta de sangre humana. El tono mortecino, algo afectado, cierto deje indie y unos personajes desconcertantes y antipáticos no me hicieron salir demasiado contento de la sesión. Sin embargo, el debut de Cuartas, narrativamente imperfecto pero preciso en su austera y contundente puesta en escena, se pega a la piel.

Otra ópera prima de Noves Visions que merece capítulo aparte es la británica Saint Maud (Rose Glass). Dejamos la familia pero seguimos en el terreno de los cuidados. Una enfermera, y devota cristiana, empieza a trabajar como cuidadora de una bailarina jubilada enferma de cáncer. La relación que se establece entre ellas es fascinante, a lo que contribuyen decisivamente las excelentes interpretaciones de ambas actrices. Menos ambigua de lo que parece, Saint Maud aporta dobles lecturas con la atracción sexual y la posesión demoníaca, pero Glass no juega al despiste. En todo momento nos movemos en la mente de Maud, una suerte de Travis Bickle femenino y religioso, un ángel exterminador con una “misión” redentora, capaz de descender a los infiernos. Tal vez le falte un poco de contención y profundidad, pero visualmente es deslumbrante.

Viviendo del cuento

Tampoco podía faltar a la cita el subgénero de la home invasion aunque, al menos en la sección oficial, solo en su vertiente humorística cafre. The Owners (Julius Berg) adapta un cómic sobre el robo de unos aficionados en casa de una pareja de ancianos que, por supuesto, sale mal. Se trata de un pasatiempo previsible, con una explicación final un tanto atropellada y carente de lecturas subterráneas. Si los ladrones de The Owners acaban siendo víctimas de los ancianos a los que asaltan, en Becky (Jonathan Millot y Cary Murnion) será un grupo de presidiarios nazis fugitivos los que no calibrarán bien el valor de una pre-adolescente rebelde. Más entretenida y salvaje, aunque igual de intrascendente, Becky es, como ha dicho todo el mundo, una especie de Solo en casa en clave gore y girl power.

Rabia femenina a raudales destila también Hunted (Cosmogonie), debut en solitario de Vincent Paronnaud (Persépolis). El cazador cazado es, en esta ocasión, un acosador machista. Hunted se abre con un prólogo animado, que nos sitúa en un contexto mítico. La posterior secuencia urbana nocturna es realmente inquietante. Pero el grueso del film, como no podía ser de otra manera, tratándose de una nueva Caperucita Roja, se desarrolla en el bosque. Y aquí, poco a poco, Hunted vira hacia el trazo grueso, hasta desembocar en un desenlace enloquecido y sin mucho sentido.

También Impetigore (Joko Anwar) –dentro de la sección Panorama Fantàstic- se abre en territorio urbano, con una tensa y brillante set piece en un peaje, para desplazarse a continuación a la selva indonesia, donde Anwar (Satan’s Slaves), sin prisas, desata un explícito y macabro festín de folk horror. El mencionado prólogo o la escena de las marionetas javanesas hacen que perdonemos algún altibajo en la segunda mitad del metraje.

Península (Yeon Sang-ho) no se basa en cuentos o leyendas, pero es puro cómic y estética de videojuego. La secuela de Tren a Busán se ha llevado tantos palos como expectación había levantado. En mi opinión Sang-ho hace bien en ofrecer algo muy distinto al film precedente. El problema es que no puede evitar parecer un refrito y, aunque resulte bastante entretenida, palidece en comparación con sus referentes (Mad Max, 1997: Rescate en Nueva York…). El espectacular y muy colorista diseño de producción de Comrade Drakulich (Márk Bodszár) también remite al cómic, como su narrativa lo hace a la fábula. Sorprende, en todo caso, el gran empaque de una sátira vampírico-política que ni muerde ni vuela a ningún lado. Igual nos ha faltado un mayor conocimiento de la realidad y el humor húngaros.

Puede que She Dies Tomorrow (Amy Seimetz), la película cool de esta edición, fuera, en realidad, otra broma que no hemos pillado. En su segundo largo, Seimetz parte de una premisa sugerente (una noche en la que se contagia el sentimiento de que uno va a morir al día siguiente) para ahogarla en un mero ejercicio de estilo pretencioso. Para artefactos indie, casi que me quedo con Black Bear (Lawrence Michael Levine), programada –pese a no tener nada de fantástico- en Noves Visions. Levine ha construido un juguete meta, afín a los universos de Paul Auster o John Cassavetes, que permite el lucimiento de su trío de actores (ojo al doblete de Christopher Abbott, protagonista también de Possessor).

Cerrado así el círculo, y una vez llegados a la película número 20 reseñada en esta humilde crónica, solo me cabe esperar que la próxima edición se pueda celebrar en mejores circunstancias. Salud y vayan al cine.


© Xavier Romero, octubre 2020

[1] Lo de Uncut se añadió en el último momento. Cronenberg tiene lista una versión con escenas eliminadas para evitar la calificación más restrictiva en Estados Unidos.

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