¿Cómo afrontar la crónica de un festival cuando, por motivos de salud, apenas has alcanzado a ver siete de las películas programadas? Desde luego, lo primero es reconocer que no vas a escribir una crónica. Al menos, no una al uso. Me eximo, pues, de buscar líneas temáticas y conexiones internas. Al fin y al cabo, una película debería existir por sí misma, sin necesidad de ser comparada con otra. Reconozco la imposibilidad de extraer grandes conclusiones sobre el estado actual del cine alternativo, si es que tal cosa existe. Asumo la frustración de haberme perdido unos cuantos títulos que, para más inri, puede que nunca lleguen a estrenarse. Me enfrento a un cuadro incompleto, a una constelación borrosa. Quizá el leitmotiv del texto acabe siendo la sensación de pérdida, de algo que se nos escapa entre los dedos.
Sí puedo señalar, como dato objetivo, que la sección oficial ha repetido exactamente la proporción de largometrajes internacionales y nacionales del año pasado: diez y siete, respectivamente. Parece que el desequilibrio de 2022 –con solo tres largos nacionales- no fue más que un desliz. El cupo de óperas primas –algo que cualquier festival debería potenciar- se saldó con tres de los siete títulos nacionales; la sección internacional se quedó más corta, con solo dos de diez. En cuanto a los géneros o registros, salta a la vista, una vez más, la predilección de L’Alternativa por el documental creativo. Tanto es así, que las ficciones puras que se cuelan en la programación no siempre se sienten cómodas en la fiesta.
La singapurense Oasis of Now (Chee Sum Chia, 2023) es una notable ópera prima de ficción que apuesta, sin titubeos, por una narración elíptica. El espectador es, a la vez, un invitado mudo y un elemento activo que debe rellenar los muchos huecos del relato. Oasis of Now evoca el drama de la inmigración ilegal a través de la porosidad de los lazos maternofiliales. Su contención visual contrasta con la exuberancia lingüística: vietnamita, malayo, cantonés, mandarín, tamil, inglés e incluso una canción birmana se entremezclan con naturalidad. La fotografía de Jimmy Gimferrer (Tiger Stripes) contribuye decisivamente en algunos planos muy bellos. Muchos están segmentados por marcos de puertas, ventanas y paredes. Esto provoca la sensación de estar muy cerca pero, a la vez, muy lejos. Ni podemos entenderlo todo ni podemos hacer nada. El diseño de sonido también compensa los silencios con intensidad evocadora. Por momentos, el film genera inquietud. Pienso en el plano cenital, desde una ventana, de la policía con varias personas en el suelo. Pero también en dos instantes en los que la protagonista parece buscarnos con la mirada. Mira hacia la cámara, pero no directamente. Sí lo hará, fugazmente, en una significativa tercera ocasión, cuando el personaje nos revele una enorme herida en un hombro. ¿Estamos ante una mujer maltratada? Oasis of Now deja muchas preguntas por responder. Es muy sutil, pero también mecánica, empezando por el juego de las piedras, auténtico leitmotiv del film. Me explico. En los primeros compases, destaca un primer plano de las manos de madre e hija pasando las páginas de varios cuadernos de escuela. Las manos se acercan y se alejan sin llegar a tocarse en ningún momento. El plano es muy elocuente. Sin embargo, Chee Sum Chia lo alarga hasta tal punto que pierde naturalidad. Hasta se adivinan las directrices que ha dado a sus actrices. También se intuye que la película remitirá a ese plano en su desenlace, con un esperado contacto reconciliatorio. El gesto culmina el proceso de maduración de la niña, un proceso del que, por otra parte, no somos partícipes.
Ivo (Eva Trobisch, 2024), la otra ficción pura que pude ver, nos presenta a una enfermera itinerante de cuidados paliativos que mantiene una relación amorosa con el marido de una de sus pacientes, amiga suya. En principio, la intención del film parece ser acompañar a Ivo (Minna Wündrich) en su trabajo y comprobar de qué manera su profesión afecta a su vida privada. Sus colegas, al parecer, son profesionales reales. Un factor interesante, aunque desaprovechado, que conecta vagamente la ficción con el documental. En su segundo largo, Eva Trobisch se esfuerza por no caer en lo melodramático, por no juzgar a la protagonista, ser invasiva o abrir un debate sobre el suicidio asistido. Por un lado, toda esta contención constituye el principal atractivo del film. El problema es que los esfuerzos resultan demasiado visibles. La sensación que deja Ivo es la de una película totalmente controlada, incapaz de transgredir los límites formales de cierto cine independiente. Un exceso de planos y escenas que dejan, en cambio, poco espacio para que el espectador se sienta implicado emocionalmente.
Después de Niñato (2017) –también proyectada en su día en L’Alternativa-, Adrián Orr presentó A nuestros amigos, una oda melancólica a las personas que nos acompañaron en los años decisivos previos al paso a la edad adulta. A nuestros amigos es el resultado de seguir a la joven Sara Toledo a lo largo de cuatro años, desde el momento en que se enfrenta a los exámenes de selectividad. Paralelamente a su transformación y las dudas respecto a su futuro, Orr inserta imágenes de un proyecto teatral en el que Sara se interpreta a sí misma. Esta metanarrativa evita, en parte, la sensación de deja vu que pueden desprender sus imágenes. Recurriendo a menudo a la cámara en mano, el realizador madrileño transmite bien la inquietud y la angustia que atenazan a los jóvenes en esta etapa de sus vidas, evitando romantizarla. A nuestros amigos es una película sobre la construcción de la identidad, hecha de retazos, a veces muy espontánea, otras no tanto que, aún sin aportar demasiado, se ve con agrado.
Ben Rivers pertenece a ese grupo de cineastas formalistas que pueden llegar a fascinarte y, al mismo tiempo, hacerte dudar de la profundidad de sus propuestas. Más de una década después de Two Years At Sea (2011), Rivers vuelve a visitar al moderno ermitaño Jake Williams en su destartalada casa del bosque de Aberdeenshire. Bogancloch (2024) desvela que el huraño anti sistema que conocimos entonces es, en realidad, un hombre de lo más sociable. Aunque, formal y estructuralmente, sigue la estela de Two Years At Sea (16mm, blanco y negro, fotos insertadas…), el retrato original queda ahora en entredicho, confirmando que, en aquella ocasión, Rivers se limitó a experimentar con las imágenes sin importarle demasiado nuestro entendimiento del personaje. Ahora, al menos, incorpora algunas personas con las que Williams puede interactuar y revelar alguna capa de significado. No en vano, los dos mejores momentos del film son la clase que imparte a un grupo de escolares, para explicarles el sistema solar, con la ayuda de una sombrilla y unas latas cortadas; y la interpretación a coro, junto a una fogata nocturna, de The Flyting O' Life And Death, el viejo tema de Hamish Henderson, en el que la vida y la muerte discuten por qué el mundo es suyo. Aunque aparezca descontextualizada, es esta una escena memorable y de gran belleza. Son fogonazos de lo que podría llegar a ser una película como Bogancloch. Pero a Rivers le sigue interesando más la textura de unas imágenes procesadas manualmente, las fotos en color dañadas por el agua… No se trata de exigirle una narrativa discernible o que revele la historia que hay detrás de Jake Williams. Las canciones que este canturrea y la música que escucha en su radiocasete ya aportan una información valiosa. Rivers se ha acercado algo más al alma de su retratado, pero esta permanece aún semi oculta por el fragor esteticista del film. Incluyo, en este sentido, el plano final, muy similar al de Solaris (Tarkovski, 1972), un cierre de impacto visual, algo pretencioso, que convierte a Jake en un punto de un cuadro mayor y abstracto, dibujado desde las estrellas.
La idea de cosmovisión también está presente en las dos últimas películas que voy a comentar. Al final las conexiones entre títulos acaban apareciendo sin querer, ya veis. En un Teatre del CCCB lleno a rebosar, Hermes Paralluelo presentó Las muertes de Chantyorinti (2024), su tercer largometraje, diez años después de No todo es vigilia (2014). El director barcelonés ha viajado a una comunidad de la Amazonía para retratar a Luis (Chantyorinti cuando vivía en la selva), a través de un relato mágico pero conectado con una historia verdadera: el anhelo de Luis por saber de los tres hijos que se fueron a vivir a la ciudad. Al margen de la influencia que pueda tener de títulos como Uncle Booonme (Weerasethakul, 2010) o I Walked with a Zombie (Jacques Touneur, 1943), La muertes de Chantyorinti se alinea con cierto cine documental etnográfico formalista actual que prioriza la experiencia sensorial. Paralluelo, sin embargo, ha tomado una serie de decisiones que evitan, en parte, la pretenciosidad y el vacío esteticista en los que caen algunas de estas obras. Para empezar, ha optado por el formato cuadrado (4:3) y el blanco y negro, con la intención de centrarse en los personajes, evitando que estos se diluyan en la exuberancia estética del escenario. Otro factor, muy agradecido, es el sentido del humor. Sirva de ejemplo el salto a una laguna de un personaje (hijo de Luis) y la reaparición del mismo en un charco en la ciudad. Un viaje en el espacio y el tiempo resuelto con sencillez, que además se inspira en un relato de la zona. De hecho, Paralluelo registra concienzudamente canciones y ritos ancestrales de una cultura en su ocaso, sin perder de vista su pequeña ficción. Los concisos 75 minutos de metraje contribuyen a disfrutar del film, aunque este espectador echó en falta una mayor espontaneidad, algún tipo de disonancia o ruido que evitara la sensación de que todo está demasiado bien puesto.
En un momento clave de Objeto de estudio, un inuit afirma: “antes se llevaban nuestras cosas. Ahora nos hacen fotos y vídeos”. Raúl Alaejos parece tener muy presente la existencia de un colonialismo audiovisual cuya mirada aspira a romper. Forjado en rodajes exprés para Greenpeace, el director leonés puso en marcha este proyecto, según confiesa, para limpiar su conciencia y reconciliarse con el acto de filmar. Una reacción contra el extractivismo de la imagen y de las historias. Con una beca de investigación bajo el brazo, Alaejos pudo volver a Qaanaaq (Groenlandia). Condenada al fracaso, la búsqueda de los descendientes de los exploradores Robert Peary y Matthew Herson no es más que una excusa argumental sobre la que el cineasta erige un ensayo visual que, sin dar lecciones, reflexiona sobre el acto de filmar a una persona, especialmente cuando esta pertenece a un mundo y una cultura diferentes. Con mucho sentido del humor, y jugando a ficcionar la realidad, Objeto de estudio establece un triángulo entre el realizador, el retratado y el espectador. Los tres vértices comparten, durante poco más de una hora, la sensación de no entender muy bien qué está pasando o, mejor, por qué está pasando. Alaejos rehúye el romanticismo del paisaje y la imagen estereotipada. Se aleja del cripticismo intelectual y la pomposidad concluyente. Pero nada de eso impide que, al mismo tiempo, asuma el fracaso y las contradicciones de su aventura. No en vano, la premisa del film tiene puntos de conexión con esa lógica colonialista que intenta subvertir. Al final cabe preguntarnos quién es aquí el verdadero objeto de estudio. Puede que los inuit. Quizá la propia película. Tal vez nosotros mismos.
© Xavier Romero, diciembre 2024.
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