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D’A 2023. Las dimensiones exactas.


De la crónica.

La oferta de cualquier festival es inabarcable en su totalidad. Cubrirlo implica una toma de decisiones previa que determinará tu posterior visión de conjunto. En el caso del D’A Festival de Barcelona, es difícil resistirse al reclamo de los grandes nombres. Este año, sin ir más lejos, Direccions ponía a nuestro alcance los últimos trabajos de Claire Denis, Paul Schrader, Rita Azevedo Gomes, Hong Sang-soo, Lav Díaz, Alexander Sokurov o Christophe Honoré. Muchos de ellos, de hecho, son ya habituales del festival barcelonés. Claro que si tenemos en cuenta que sus películas acabarán estrenándose, parece razonable priorizar la oferta de otras secciones: Transicions -donde encontramos cineastas con trayectorias huidizas y/o no del todo consolidadas- o las competitivas Un Impulso Colectivo y Talents, que ofrecen la oportunidad de ver óperas primas y segundas películas dentro del panorama nacional e internacional, respectivamente. Al final, el cronista acaba picando un poco de aquí y de allá. Lo que vais a leer, pues, es resultado de un recorrido personal que, inevitablemente, distará del de otros compañeros.


A posteriori, la dificultad estriba en valorar una cantidad ingente de filmes vistos en pocos días. En sus diez años de vida, Cinergia apenas ha publicado críticas de cine. Nuestro espíritu ha sido siempre el de la reflexión reposada de obras o autores (actuales o no) para hacerlos chocar entre ellos o con otras cosas. Si valorar una película de estreno a los pocos días de haberla visto ya es complicado y, por qué no decirlo, injusto, imaginaos hacer lo propio con una veintena de títulos engullidos en diez días. Además, tener que incluir en la crónica un porcentaje representativo de lo programado por el festival obliga a condensar al máximo cualquier análisis. Así las cosas, es probable que un día relea lo que me dispongo a escribir aquí y me lleve las manos a la cabeza, ya sea por haber ensalzado una mera pompa de jabón, o bien por no haber sabido apreciar las bondades de una de esas flores raras que necesitan tiempo y cuidados especiales para revelar su auténtica belleza.


Os cuento todo esto porque no dejo de preguntarme la utilidad de una crónica de un festival, ni de plantearme cómo abordarla. Pero sobre todo lo hago porque, mira tú por dónde, el metalenguaje y el storytelling, la fabulación y la disolución de géneros, han protagonizado buena parte de la programación de este año. Concluida la "metacrónica" introductoria, destapemos las matrioskas de la ficción.


Del relato.

Empecé mis visitas diarias al CCCB y al cine Aribau con una película en la que, básicamente, se habla de otra. Y lo narrado se relaciona constantemente con la vida de los personajes. Las tierras del cielo (Pablo García Canga) son cinco historias (cinco conversaciones) donde al menos uno de los personajes ha visto un film japonés (inventado por García Canga) (1) y se lo cuenta o lo discute con alguien. En parte Las tierras del cielo es un ejercicio de ficción no tan lejano del de Shirin (Abbas Kiarostami, 2008), donde observábamos, en los rostros de unos espectadores, el efecto que producía la proyección (en realidad, el sonido) de otra película inexistente. La palabra substituiría ahora a la pantalla invisible y los rostros silentes. En ambos casos, la ficción se refleja en la realidad. Filmado en un blanco y negro impoluto, el primer largo de García Canga se nutre de una serie de binomios. La luz necesita a la sombra como contar una historia necesita a alguien que la escuche. El resultado es un notable trabajo de metaficción al que quizás le falte romper un poco la belleza planificada (alguna frase roza lo cursi o lo sentencioso) con algo más de improvisación (que la hay). Ya que se trata de mezclar cine y vida, me quedé con ganas de ver un poco más a las personas y un poco menos a los actores interpretando.


Como la anterior, La quietud en la tormenta (Alberto Gastesi) es una ópera prima española filmada en blanco y negro (aquí en formato 4:3), en la que el mecanismo narrativo se construye en base a un segundo relato que realmente no existe. La pirueta de Gastesi consiste en una serie de flashbacks ficticios, imaginados por la propia película, no por sus personajes. El film tiene un tono melancólico sustentado por la lluvia de San Sebastián y el reencuentro de una pareja que nunca lo fue. Al contrario que sus respectivas parejas, Iñigo y Loreto no acaban de encontrar su sitio en este mundo, parecen perdidos en el tiempo. Aunque no sabemos por qué. De hecho, el guion resulta bastante forzado, tanto por algunas de sus situaciones como por la artificiosidad de algunos de sus diálogos.

Dos películas que siguen la línea del metarrelato y que, por muchas razones, merecen tratarse juntas son Trenque Lauquen (Laura Citarella) y Clorindo Testa (Mariano Millás). La primera dura más de cuatro horas (está dividida en dos partes), pero se disfruta sin esfuerzo. Tratándose de un film sobre una mujer que desaparece, parece inevitable citar La aventura de Antonioni. No obstante, Trenque Lauquen va mucho más allá del homenaje al maestro italiano, para ofrecernos un relato sobre el misterio, las mutaciones de la ficción y de la vida, y en el fondo, el sinsentido de ambas. Citarella parece partir de la máxima de que el texto siempre se queda corto. El lector o el espectador lo lleva más allá. Me atrevería a decir que Trenque Lauquen va sobre ese más allá. De alguna manera, Laura (la protagonista) es una mujer mutante, tanto como el yacaré de la laguna que nunca vemos. La directora argentina suma una capa tras otra (el mismo actor se imagina en la piel de otro personaje en una suerte de flashback inventado) y mezcla recursos visuales pasados de moda (cfr. los fundidos encadenados) con una narrativa de lo más audaz.


Por su parte, Clorindo Testa podría definirse como la crónica de un un boicot que fracasa. El propio Mariano Millás nos anuncia en pantalla que su película -un encargo de la Fundación Andreani que tiene la intención de dinamitar- no será un documental sobre el arquitecto Clorindo Testa. Tampoco será un film sobre su padre, el escritor Julián Millás, amigo de Testa y autor de un libro sobre éste, sino una película sobre ese libro. Pero el autor de La flor (2018) no puede desprenderse de la sombra de su padre ni de la del hombre que da título a su nuevo trabajo. Clorindo Testa es, al final, todo lo que no iba a ser, pero también otras muchas cosas. La amistad, las relaciones paternofiliales (la del propio Mariano Millás con su hijo), la historia de Argentina, la esencia del arte… La película se cuestiona constantemente a sí misma. Trata sobre de qué debería tratar. Adopta un tono reflexivo detectivesco francamente divertido, y se va desprendiendo de capas (la propia voz en off del autor) para acabar abrazando la deriva que lo envuelve, y dejar que sea esta la que diga lo que tenga que decir. Tanto Trenque Lauquen como Clorindo Testa, dos producciones del colectivo El Pampero Cine, son películas sobre la búsqueda de algo (o alguien) que quizá no desee ser encontrado.


El colombiano Theo Montoya va incluso más allá, buscando a alguien que no puede ser encontrado: un muerto. Anhell69 prolonga el corto documental Son of Sodom (2020) y lo transforma en otra cosa. Montoya remueve las imágenes que grabó hace unos años, cuando hizo un casting en busca de protagonista para lo que iba a ser una película de terror y ciencia ficción de serie B que, por cierto, incluía sexo con fantasmas. El elegido murió a la semana siguiente por sobredosis de heroína. El proyecto fue abortado y ahora reconvertido en un artefacto híbrido, en el que el propio protagonista es un fantasma al que intentamos acceder. Además de un retrato apasionado y misterioso, Anhell69 es, en el fondo, como Clorindo Testa, un film sobre el intento fallido de hacer otro. Volvemos aquí, pues, a la narración de una película inexistente. No inventada, como en el caso de Las tierras del cielo, sino una que no llegó a hacerse.


Prosiguiendo con el discurso meta, Montoya introduce al veterano cineasta Víctor Gaviria conduciendo un coche fúnebre, imagen que utiliza como leitmotiv. El encuentro entre lo que iba a ser y lo que es, entre la ficción y su fantasma, así como los retratos del actor fallecido y de la Medellín nocturna, con su comunidad joven queer al frente, son muy atractivos. Desafortunadamente, Anhell69 se ve lastrada por una voz en off monótona que a veces se explica y/o justifica demasiado. El empeño del film por autodefinirse resta fuerza al poder sugestivo de unas imágenes vampíricas e impregnadas de melancolía.

Otra película con más capas que un hojaldre y que se resiste a la clasificación es El trío en mi bemol de Rita Azevedo Gomes, probablemente la obra más intertextual y juguetona del festival. Construida, como Las tierras del cielo, a base de binomios (la música clásica y el rock, lo intelectual y lo físico, el cine y el teatro, la realidad y la ficción, lo propio y lo apropiado), El trío en mi bemol adapta libremente la obra de teatro homónima que Eric Rohmer escribió y dirigió en 1988. Al texto original, en el que solo hay dos personajes (una pareja de ex amantes), la cineasta portuguesa añade un equipo de rodaje. La pareja protagonista son, en realidad, dos actores que ensayan e interpretan a los personajes de Rohmer. Un director (el cineasta español Adolfo Arrieta) aparece de vez en cuando. Aunque, más preocupado por tomar el sol que otra cosa, se va dejando por ahí la carpeta que contiene el guion. Por algo será.


Por supuesto, no se trata del típico film sobre un rodaje. Digamos que la película es, entre otras muchas cosas, un rodaje. De hecho, el planteamiento de base es similar al de otro estupendo título reciente del cine portugués, Diarios de Otsoga (Maureen Fazendeiro y Miguel Gomes, 2021). Ambos son juegos metaficcionales, rodados en confinamiento, en una casa de verano y con un equipo muy reducido, en los que los actores no dejan de ser ellos mismos, sus personajes y también los actores que dan vida a sus personajes. Me explico. En El trío en mi bemol, por ejemplo, Arrieta es Jorge (el personaje inventado por Azevedo Gomes), es Rohmer (el auténtico autor de la obra representada) y es Arrieta (un veterano director de cine en “vacanza permanete”). Es a este último al que alcanzamos a ver, de improviso, llevando una mascarilla higiénica. Pierre Léon es Paul (el personaje inventado por Rohmer), pero también es el director de cine al que Rohmer hizo aparecer en Cuento de invierno, el mismo que dirigió Biette (2011), un documental donde salía ¡Adolfo Arrieta! Y León, interpretando al culto y sensible Paul, no deja de ser el hombre que tenía un programa de música clásica en France Musique. Cualquiera diría que Rohmer creó a Paul pensando en Léon.


¿Enrevesado? Bueno, es que Azevedo Gomes diluye todas las fronteras entre cine, teatro y vida, entre realidad y ficción. Asistimos a ensayos, repeticiones, momentos en los que el film en abismo (el que se supone que se está rodando) parece ya montado. El milagro es que, a pesar del ejercicio intelectual, a pesar de la sobreexposición de la ficción, nos emocionemos cuando la pareja protagonista se abraza al final de la obra. Quizá porque sentimos que son todos esos “yo” los que confluyen en el abrazo.



Del género.

La aceptación de nuestros otros “yo” y una puesta en escena teatral también sirven para describir otra destacada película portuguesa, Fuego fatuo, primer trabajo de João Pedro Rodrigues que consigue distribución en España. Tampoco es este un film fácil de explicar. En poco más de una hora, el autor de El ornitólogo (2016) nos habla de colonialismo, monarquía o ecologismo, a través de una fantasía musical (así la define el autor) divertida y desacomplejada. Un cuento de hadas queer, donde los tableaux vivant que recrean obras de Caravaggio o Velázquez, lejos de ser una referencia estética cultureta, surgen de una sesión de fotos eróticas para un calendario de bomberos. Una recreación, pues, explícita. La familia real, por su parte, actúa como lo que es, una rígida y constante representación. De ahí la frontalidad, las miradas a cámara, el teatro. El cuerpo de bomberos ofrece al joven príncipe la oportunidad de liberarse de sus grilletes. La propia película es una celebración del contacto físico, una liberación post-confinamiento.


La verdad es que es envidiable el revisionismo crítico del cine portugués con el pasado colonialista del país (igualito que el español, vamos). El trío de películas portuguesas programadas en el D’A 2023 se completa con Naçao Valente (Carlos Conceição), cuyo título hace referencia al segundo verso del himno nacional portugués. Consecuentemente, Conceição ha construido su película “entre las brumas de la memoria”(2). Naçao Valente nos traslada, al menos inicialmente, a 1974. Angola está a punto de recuperar su independencia, pero la tiranía colonialista se resiste. Los protagonistas, un pequeño y joven escuadrón atrincherado en un bosque, y comandado por un coronel que no podría vivir de otra manera, están perdidos tanto en el tiempo como en el espacio. Lejos de la lección de historia, el film adquiere poco a poco un carácter universal y atemporal (el colonialismo sigue vigente). También aquí las fronteras se diluyen hasta alcanzar un tono casi surrealista (memorables las escenas del cuadro de Brigitte Bardot o la del striptease). La fotografía nocturna, pero de colores vivos, nos sumerge en una ensoñación placentera… con algún que otro sobresalto. Fábula bélica, comedia y hasta cine de zombis conviven en el sugerente universo de Naçao Valente.


También remite al colonialismo (en este caso, el francés) Human Flowers of Flesh (Helena Wittmann), aunque aquí el espíritu fabulador de Rodrigues y Conceiçao da paso a un abandono casi absoluto de lo narrativo. La mayor parte del metraje muestra el viaje de una mujer que, fascinada por el mito de la Legión Extranjera francesa, navega desde Marsella hasta Argelia. Al final, una aparición de Denis Lavant, interpretando a su personaje de Beau Travail (Claire Denis), genera alguna expectativa que Wittmann se niega a concretar. Estamos ante los restos de los restos. Como en su anterior Drift (2017), la directora alemana confía en el poder hipnótico, inmersivo y evocador de sus imágenes y el sonido que las envuelve. Habrá que reconocerle el riesgo y que, ciertamente, consigue que uno se sienta a la deriva durante la proyección. Pero su obcecado hermetismo genera una recompensa exigua para la paciencia del espectador.

El género diluido, reducido a su mínima expresión, opera en Misión a Marte (Amat Vallmajor del Pozo), tercer debut español en blanco y negro que tuve la oportunidad de ver este año en el D’A. Rodado en 16mm y en familia, el film se adscribe a ese subgénero del cine español contemporáneo consistente en trasladar la ciencia ficción a la cotidianeidad. Partiendo de Eibar y pasando por Verges (donde se representa la Dansa de la Mort), dos hermanos viajan en coche a Marte, en una misión rutinaria. En mitad del trayecto –plagado de conversaciones banales y de avisos por megafonía de la proximidad de una bruma tóxica-, el mayor enferma. Pese a la oposición de la hermana de ambos, los hermanos continuarán su viaje a ninguna parte. La historia (o su espíritu), como se encargó de confirmarnos Vallmajor tras la proyección, recuerda vagamente a Nebraska (Alexander Payne, 2013), donde era el western el género revisitado. Sin embargo, el tono es muy distinto. Con sus ráfagas punk, se presume esquiva y reticente a la categorización. Por ello, me sobra esa parte de un diálogo en que se analiza el Quijote cervantino, ya que responde a una (innecesaria) voluntad de aclarar la idea conceptual de la película. Con todo, Misión a Marte despierta cierta ternura y alguna que otra carcajada.


Si hablamos de géneros diluidos, y del western en particular, tenemos que detenernos en Runner, de la también debutante Marian Mathias. La historia (las gestiones de una joven para enterrar a su padre en un remoto pueblo de Missouri) es quizá demasiado minimalista para el indie americano aunque, por lo demás, el film encajaría en esta etiqueta. Poderosamente lírica y estética, la película casi se disfruta como una canción o un cuadro. De hecho, a nivel visual, busca sus referentes en el fotoperiodismo americano de la Gran Depresión. Es una de esas obras en las que el paisaje está estrechamente ligado a lo emocional. Efectivamente, Mathias consigue que el paisaje, pero también la casa y el clima, tengan entidad propia como personajes. No fuerza la emoción. Como su personaje central, Runner parece esforzarse, si acaso, por encontrar la luz en la oscuridad. Y nos depara imágenes sugerentes, como la del pueblo apareciendo (en dos ocasiones) en una esquina inferior del plano. Un instante que se aleja sutilmente del realismo que domina el resto del relato.


Un último ejemplo de género diluido es el de The Eternal Daughter, el último trabajo de Joanna Hogg, de quien, por cierto, el festival ofreció una retrospectiva. Aquí sería el terror gótico el que sirve de pretexto estético para hablarnos de otra cosa: la imposibilidad de una hija de revivir a su madre a través de la ficción. Una mujer, directora de cine, regresa con su anciana madre a su antigua mansión, reconvertida en un hotel fantasmagórico. Y poco más puedo decir. Honestamente, tengo que admitir una cierta decepción tras la visión del film. Si Hogg no pretendía jugar al equívoco, no acabo de entender que no explicite hasta el minuto 80 lo que es obvio desde el principio. Claro que el hecho de utilizar a Tilda Swinton por partida doble debería, tal vez, considerarse una evidencia suficiente como para no distraernos inútilmente con la capa narrativa más superficial. La revisaremos.


Del infierno.

I wanted to know the exact dimensions of hell. Durante 35 años esta frase ha sido para mí un verso intrigante de The Sprawl, un tema del álbum Daydream Nation de Sonic Youth. El otro día la escuché en el cine, pronunciada por la protagonista de Stars at Noon, la última película de Claire Denis. Y descubrí que, en realidad, estaba extraída de la novela homónima de Denis Johnson, publicada en 1986, dos años antes que el disco de la banda neoyorkina. De pronto, algo que me había acompañado y fascinado desde mi adolescencia cobraba un nuevo sentido, una nueva dimensión. El film encerraba una canción que contenía una obra literaria (3). Anécdotas personales al margen, esta frase ilustra muy bien el último grupo de películas que voy a tratar en esta crónica. Títulos en los que los protagonistas atraviesan o han atravesado un infierno. Cuerpos en crisis. Expuestos, colapsados, que se están buscando o que intentan cicatrizar.


Al parecer, Claire Denis llevaba tiempo acariciando la idea de adaptar la novela de Denis Johnson. La muerte del escritor en 2017 y, probablemente, la experiencia de la pandemia de Covid-19, fueron dos buenos argumentos para decidir abordar definitivamente el reto. Cambiando la revolución nicaragüense por un periodo electoral convulso y en plena pandemia, Denis entrega una cinta igualmente convulsa. La protagonista sigue siendo una inquieta e incómoda periodista americana que, pese a tener el pasaporte confiscado, intenta salir de Nicaragua. Trish se prostituye para ir sobreviviendo mientras busca algún modo de escapar. Denis se acerca a su cuerpo de forma casi obsesiva. Un cuerpo que se entrega y se desboca. Y como él, el film de Denis tropieza y se levanta, nos aturde y nos fascina. Otro trabajo imperfecto de la francesa, que se mueve en terreno de nadie, asumiendo lo convencional para auto sabotearlo. Con el paso de los días, me apetece volver a él.


El sexo femenino, el deseo de libertad y el cuestionamiento o, mejor, la despreocupación respecto a lo que está bien y lo que está mal, están también muy presentes en la bella Foudre (Thunder), primer largo de la suiza Carmen Jaquier. Aquí es una novicia de 17 años quien, en el verano de 1900 y tras la muerte de su hermana, se ve obligada a regresar a su pueblo para ayudar a sus padres en la granja familiar. El supuesto infierno, atravesado anteriormente por su hermana, no es otro que el despertar sexual y la necesidad de conectar con la naturaleza. Jaquier acierta al mantener una cierta ambigüedad con respecto a los motivos que llevan a la protagonista a transformarse. El ambiente opresivo del pueblo promueve una visión demoníaca de las jóvenes liberadas que Jaquier no rehúye. También sorprende gratamente al no representar a los tres chicos varones como una amenaza, sino como parte de una revolución sensible.


La también debutante Georgia Oakley nos recuerda con Blue Jean otra caza de brujas, la que generó la administración Thatcher contra la homosexualidad a finales de los 80 (con el VIH en pleno auge) en Gran Bretaña. El film se centra en la comunidad lesbiana (bien retratada) y un suceso entre alumnas de un instituto que compromete a su profesora de educación física. Realizada con tan buenas intenciones como notable apoyo institucional, Blue Jean llega fácilmente al público. Pero estructuralmente es mecánica, casi telefílmica. Las interpretaciones son creíbles, aunque sus personajes, al igual que algunas de las situaciones que viven, a veces caen en el cliché.

El planteamiento de The Happiest Man in the World (Teona Strugar Mitevska), basado en un hecho real, prometía emociones fuertes. Zoran acude a un encuentro grupal de citas concertadas para acercarse a la mujer (Asja) a la que estuvo a punto de matar durante la Guerra de los Balcanes. Hasta que Asja y nosotros descubrimos las verdaderas intenciones de Zoran, la película despierta nuestro interés. El cuerpo de Zoran está al límite. Siempre en tensión. Se mueve, suda, necesita agua. La conexión de los cuerpos con sus heridas emocionales se hace patente en la proximidad de la cámara, la gestualidad, la representación e incluso el baile. Con una puesta en escena muy teatral y sin pretender ser del todo realista, Strugar Mitevska intenta construir, sin llegar a conseguirlo del todo, el momento de un abrazo, es decir, la reconciliación de los cuerpos heridos. Como ya le ocurría en su anterior Dios es mujer y se llama Petrunya (2019), otra radiografía del país con un atractivo punto de partida -en este caso de carácter marcadamente feminista-, la realizadora de Macedonia del Norte no puede evitar algún momento estridente (cfr. la masacre imaginada en el local de citas) o poco verosímil.


La vergüenza por participar en una guerra e infringir dolor a otros, así como los conceptos de perdón y redención, emparentan el film de Strugar Mitevska con títulos como El jugador de cartas (2021) de Paul Schrader, segundo capítulo de un tríptico iniciado con El reverendo (2017), y que ahora concluye con El maestro jardinero. Schrader repite estructura, incluidos esos diarios íntimos que escriben sus protagonistas. Ahora es un pasado nazi lo que constriñe a Narvel, el protagonista. Reconvertido en minucioso horticultor de una viuda rica (por un momento Douglas Sirk pasó por mi cabeza), Narvel conserva sus tatuajes nazi como penitencia auto impuesta. La presencia de una mujer que lo confronta con dicho pasado es, en este caso, fortuita. La dueña de los jardines le pide que tome como aprendiz a su problemática sobrina nieta Maya, de ascendencia afroamericana. Menos oscura y, tal vez, algo más ligera que sus precedentes, El maestro jardinero deja abierta una puerta a la esperanza y concluye la trilogía con buena nota.


Y hasta aquí mi repaso a (casi todo) lo que vi en la decimotercera edición del D’A – Festival de Cine de Barcelona. Por lo que escucho a mi alrededor, creo que acerté bastante en la confección de mi parrilla. Me apunto un par de títulos que me aseguran que no están nada mal. Otros, los reservé para cuando se estrenen. Y, por cierto, ¿qué hay de los premios? ¿Debería hablar de ellos? ¿Debería sentirme mal porque no vi ninguna de las películas premiadas por los distintos jurados? ¿Es esta una crónica fallida por no incluirlas? ¡Ah! Más y más dudas. Guardemos las matrioskas y hasta la próxima ocasión.


© Xavier Romero, abril 2023.



(1) El mencionado film japonés no existe, pero se inspira, principalmente, en Madre (1952) de Mikio Naruse.

(2) Entrecomillado, otro verso del himno nacional portugués, muy apropiado para describir la película. (3) La referencia musical, de hecho, no es tan casual como pudiera parecer, si tenemos en cuenta que Claire Denis filmó dos videoclips para Sonic Youth en 2006.



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