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D’A 2022. El cine de la resistencia


Hace unos días concluyó la duodécima edición del D’A Film Festival de Barcelona y, una vez más, el autor de estas líneas se encuentra ante la encrucijada de cómo abordar la crónica de un festival. Sin contar los once títulos de la retrospectiva dedicada a los 60 años de La Semana de la Crítica de Cannes, las siete pequeñas sinfonías de ciudad exhibidas en el Hall del CCCB y los ocho títulos de cineastas emergentes ubicados en Filmin, teníamos por delante una suculenta oferta de 57 nuevos largometrajes y ocho sesiones de cortos.


Algunos solapamientos irresolubles, la certeza de que algunas de las películas programadas se acabarán estrenando y otras, en cambio, nunca lo harán, más la necesidad del descanso o una cena en condiciones (ya tenemos una edad), condujo al cronista a decisiones dramáticas. Así, aplaudiremos que el D’A 2022 nos haya avanzado el estreno de los últimos trabajos de Apichatpong Weerasethakul (que agotó entradas antes de que pudiéramos reservarlas), Terence Davis, Hong Sang-soo o Bruno Dumont, pero confieso no haber visto ninguno de ellos.


Como ya destacamos antes de empezar el festival, la presente edición será recordada, entre otras cosas, por haberse inaugurado y clausurado con sendas obras nacionales dirigidas, además, por mujeres: Alcarràs (Carla Simón) y Cinco lobitos (Alauda Ruiz de Azúa), respectivamente. Entre ambas, alcancé a ver una quincena de largos. Ya que no son muchos, ¿debería dedicar este espacio a analizar cada uno de ellos? Por otra parte, ¿se puede decir algo realmente interesante, y que no se haya dicho ya, en un fragmento de cinco líneas para cada película? Quizá sería mejor hacer un resumen de por dónde se está moviendo el cine de autor hoy, qué nos quiere decir en estos momentos. Pero ¿son suficientes quince películas para extraer conclusiones de este tipo? Una vez acabada esta digresión metalingüística, que sabréis disculparme, voy a intentar escribir algo de lo que vi e intuí en esta semana y media de D’A.

El metalenguaje es, precisamente, uno de los recursos que el cine de autor parece haber rescatado, seguramente a causa del confinamiento. Ahed’s Knee (Nadav Lapid) y La isla de Bergman (Mia Hansen-Løve) conceden el protagonismo de sus ficciones a sendos directores de cine que han sido invitados a presentar sus películas en dos parajes, eso sí, bien distintos. Ahed’s Knee, el film más urgente y personal de Lapid, nos sitúa en pleno desierto de Aravá. Escrita en quince días y con un evidente alter ego del cineasta israelí en pantalla, la cinta muestra la guerra interior de su autor, a través de la batalla dialéctica que el personaje central establece con la joven funcionaria que lo ha invitado. El paisaje desértico y la cámara inquieta generan una cierta abstracción para un discurso que es casi un poema gritado a viva voz. Pocas veces tenemos la oportunidad de ver algo tan visceral y lleno de rabia. Ojalá alguien se la jugara de esta manera por estos lares.


Mia Hansen-Løve, por su parte, nos lleva de vacaciones a Farö, la isla refugio de Ingmar Bergman. Lo que, en principio, parece que va a ser un juego cinéfilo a costa del maestro sueco, poco a poco va desvelando otras capas más sutiles. Tony (Tim Roth) y Chris (Vicky Krieps) son una pareja de cineastas. La isla ha organizado una retrospectiva de él. Ella espera encontrar inspiración para su nueva obra. La isla de Bergman refleja cómo el cine se entrelaza con la vida. Sin embargo, Hansen-Løve rehúye recrear escenas o copiar el cine de Bergman, lo que no impide que asistamos a la revelación de algunos “secretos de un matrimonio”. Tras el “safari Bergman”, no exento de un humor desmitificador, la directora francesa salta de lo metacinematográfico a la metaficción, incorporando un nuevo relato (el de la próxima película de Chris) que, como buena ficción, resulta más intenso que la historia principal. Hansen-Løve despliega con él un nuevo juego de espejos, una pirueta que no resta ligereza ni calidez al conjunto.

Christophe Honoré, con Guermantes, y Maureen Fazendeiro y Miguel Gomes, con Diários de otsoga centran sus respectivas películas en el verano pandémico. En la primera, la crisis sanitaria provoca la cancelación de una obra de teatro. Los actores, no obstante, deciden seguir ensayando, lo que nos permite ser testigos del proceso creativo. Más allá de lo narrativo, Diários de otsoga se impregna formalmente de ese espíritu de resistencia. Rodada en 16 milímetros y contada al revés, sin que esto genere suspense alguno o conlleve una revelación significativa, la película del dúo portugués no solo muestra el proceso de su propia gestación, sino que se revela como un modelo de cómo seguir filmando pese a todo. En este sentido, es elocuente la imagen de la pizarra, en la que está escrito el plan de rodaje, emborronándose hasta desaparecer. Diários de otsoga es una celebración de la vida y, al mismo tiempo, una reflexión sobre el paso del tiempo. Una película experimental pero extrañamente placentera y optimista.


Fuera ya de la sección Direccions (la de los autores consagrados), hemos encontrado otras reflexiones sobre la función del cine hoy y el metarrelato. Para empezar, cabe mencionar aquí La amiga de mi amiga, premio Un Impulso Colectivo (la sección del nuevo cine español). Si Mia Hansen-Løve tomaba a Bergman como excusa, la barcelonesa Zaida Carmona, en su debut en el largo, remite explícitamente a Eric Rohmer. La amiga de mi amiga es un ejercicio de cinefilia que también juega con la realidad y la ficción, una comedia queer en la que el cine o la música sirven para que podamos contarnos nuestras propias historias.

En la misma sección, el ampurdanés Lluís Galter presentó su tercer largo de ficción, Aftersun, que expone cómo la palabra, el relato, afecta a la imagen. Al empezar, un personaje cuenta a unos chavales la historia de la desaparición de un niño, hace años, en el mismo camping en el que están pasando sus vacaciones. Los jóvenes quedan impactados. En la siguiente escena, elucubran sobre el destino del pequeño mientras juegan con clics y con cartas. Su mirada ha cambiado y, con ella, la nuestra. Todo lo que vemos a continuación está impregnado de misterio. Un hombre disfrazado de oso, probablemente para un espectáculo infantil, se convierte en una presencia amenazadora. Poco a poco la película entra en el juego detectivesco de los chicos, falseando la realidad, doblando la voz de algún personaje, por ejemplo. Creando, en definitiva, una ficción de la nada. La última imagen es, para una película experimental como esta, el equivalente al doble final de las películas de terror, en concreto el del brazo de Carrie saliendo de la tierra.


No deja de ser curioso que, como Diários de otsoga, otra película veraniega que se va construyendo sobre la marcha sin llegar a ningún puerto, Aftersun se apoye en el formato analógico. Parece haber en esta moda un intento de escarbar en la imagen, de jugar con la textura y volver a un punto cero de la narración.

Si Galter parte de una noticia (da igual si es real o inventada) para acabar montando con los restos un irresoluble rompecabezas de suspense, la italiana Atlantide (Yuri Ancarani) se reinventa tras ofrecer un documental sobre los jóvenes de la isla de Sant’Erasmo, en los bordes de la laguna de Venecia, pasando ociosos, sí, un nuevo verano. Y van ya… ¿Será que, con la pandemia, ha sido más fácil rodar en esta estación del año? ¿O que el confinamiento ha provocado una especial predilección por el liberador estío?


La música a todo volumen, como banda sonora indisociable de una forma de vida, la velocidad de unas lanchas motoras fetichizadas, y la dialéctica que se establece entre estos chicos de clase baja y el turismo de masas, protagonizan la primera parte de Atlantide. Una vez retratados los jóvenes venecianos, el autor de The Challenge (2016) se pregunta cómo sería una ficción cinematográfica con algunos de ellos. Inventa entonces una historia de contrabando y el robo de una hélice, que desemboca en una ruptura de pareja. Eso sí, lo cuenta con grandes elipsis que escamotean los momentos climáticos, priorizando otros de fuga. El relato se va diluyendo hasta quedar solo su forma. Al final, una cámara girada 90 grados nos ofrece un recorrido inédito, de ciencia ficción, por los canales de Venecia. El segundo largo de Ancarani, premio de la crítica (sección Talents), es un trabajo deslumbrante e hipnótico como pocos.

Otra de las mejores películas del D’A 2022, El gran movimiento (Kiro Russo), ofrece también una visión alucinada de la ciudad, aquí La Paz (Bolivia). Curiosamente, Ancarani y Russo debutaron en el largo en 2016 compartiendo sección en Locarno, y ambos han necesitado cinco años para presentar ahora su segundo trabajo. Russo recupera el personaje del minero Elder Mamani, que ya protagonizara Viejo calavera (2016). Acompañado de otros dos mineros, todos en paro, Elder deambula buscando trabajo y distracción, hasta enfermar. Con un pie en la sinfonía urbana y otro en el chamanismo, El gran movimiento habla de un capitalismo engullidor y la resistencia ritual. Como en Aftersun o Atlantide, los géneros aparecen como supervivientes residuales. El modo en que Russo filma los teleféricos nos remite a la ciencia-ficción. El musical surge abruptamente como interludio y vía de escape para los personajes, pero también para la propia película. El uso de la banda sonora de Maniac (William Lustig, 1980) acentúa la filiación con el género de terror y la conexión de la ciudad con cierta estética ochentera.


White Building (Kavich Neang) comparte con El gran movimiento una preocupación por la transformación de la ciudad. La ópera prima de Neang denuncia la gentrificación de Phnom Penh, la capital de Camboya. También aquí empezamos siguiendo a tres personajes -el joven Samnang y otros dos amigos suyos- intentando escapar de una realidad opresiva. Lo hacen, además, a través del baile, aunque ahora es parte del argumento y no una fuga. Neang aborta esta trama para centrarse en la venta del emblemático edificio del título. Surge entonces, otra vez como en El gran movimiento, la enfermedad como metáfora de esa pugna entre lo nuevo y lo viejo. El paralelismo entre la diabetes del padre de Samnang, que acaba con una pierna amputada, y el estado del edificio es un poco obvio, en comparación con lo que hace Kiro Russo. Lo curioso es que cuando White Building debería alcanzar su clímax, la cámara de Neang, al igual que el personaje del padre, decide no hacer nada. Eso sí, tras una elipsis, comprobaremos que ha sido Samnang quien ha cogido su propia cámara para dejar constancia de la demolición del edificio.


Eles transportan a morte, meritorio debut de la pareja formada por Helena Girón y Samuel M.Delgado, también recupera un cine antiguo a través de la experimentación, distintas capas de texturas y relatos. El planteamiento es muy interesante, con esos tres marineros de Colón que han llegado a una isla escapando de no se sabe muy bien qué. El correlato de la mujer llevando a su moribunda hermana a ver a una curandera añade más misterio. La decisión de explicar la película con una voz en off, al final, es comprensible pero, a mi entender, con esto pierde más de lo que gana. Demasiado texto final para un film que, hasta entonces, se había mantenido como una incógnita, por momentos, sobrecogedora.


Petite Solange, cuarto largo de Axelle Ropert, es otra película moderna y retro a la vez. En este caso, no obstante, predominan los recursos clásicos, como una música constante encargada de subrayar el melodrama. La historia, una adolescente afrontando el divorcio de sus padres, la hemos visto muchas veces. La melancolía y el coming of age son temas que empiezan a acusar cierto desgaste. Sin embargo, hay algo en esa estética vintage, ese tiempo indefinido, así como en la apuesta decidida por mostrar la fragilidad de los padres y la ternura de la adolescente, por encima de la rabia habitual, que te desarma.

La ganadora del premio Talents, Petite Nature (Samuel Theis), es otro film francés protagonizado por un preadolescente en fase de iniciación. Hay que reconocerle a Theis la valentía de afrontar en pantalla la sexualidad de un niño de 10 años. A pesar de algún cliché (cfr. la imagen del túnel), la película ofrece un retrato potente del pequeño Johnny, fascinado por la cultura y el estatus de su nuevo maestro. Y es que, más allá del despertar sexual, lo que Petite Nature expone son las consecuencias de la eterna diferencia de clases. Como en su primer trabajo, la colectiva Party Girl (2016), Theis ubica su historia en Forbach, un lugar fronterizo entre Francia y Alemania, un lugar de paso donde, además, se habla un dialecto híbrido. Obviamente, esto acentúa la sensación de que algo está en proceso de transformación.


Un tercer título destacable con protagonista menor de edad, y de nuevo proveniente de Francia, es Bruno Reidal, primer largo de Vincent Le Port. Basada en una historia real de principios del siglo XX, Bruno Reidal cuenta la historia de un chico de 17 años que estudia en un seminario y que siente una fuerte pulsión homicida. Le Port también utiliza recursos clásicos, como la voz en off y el flashback, pero lo hace de manera precisa, en absoluto efectista ni reiterativa. El resultado es una obra austera y clínica, de resonancias bressonianas.

Entre el clasicismo de unos, ya sea evocado o refigurado, y la experimentación metalingüística de otros, quizá sea Haruhara-san’s Recorder (Kyoshi Sugita) la película que mejor resume el papel del cine hoy. Sachi es una joven que, adivinamos, atraviesa un proceso de duelo. Solo una frase de una amiga nos revela lo preocupados que han estado todos, pero enseguida vemos la incomodidad que provoca en Sachi el tema y se acaba la conversación. El hecho de que todos la fotografíen comiendo nos da a entender que ha estado tan deprimida que apenas comía. Efectivamente, el film nos sitúa en una fase intermedia de la superación. Sugita esquiva así el drama inicial y la liberación final. Lo que le interesa es el entretanto. Por eso, su cámara, el cine, actúa como los personajes que rodean a la protagonista. Lo único que puede hacer es acompañarla en su duelo.


Por un lado, Haruhara-san’s Recorder coincide con White Building en dejar constancia de la impotencia del cine, al mismo tiempo que, paradójicamente, lo reafirma como vía de resistencia válida. Por otro, su exigua ficción, su relato sin trama, como en el caso de Diários de otsoga, resalta la importancia del tiempo, como concepto básico del cine, y la imperiosa necesidad de seguir filmando, aunque quizá ya no quede nada que contar.


© Xavier Romero, mayo 2022.

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