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30ª L’Alternativa: Musgo en las aceras



Hay un momento en Here (Bas Devos) en que una mujer se detiene a observar el musgo que crece, discretamente, en las aceras de una ciudad. Más adelante, en un bosque, sus manos y las de un joven, inmigrante como ella, comparten el tacto de una pequeña bola de esta misma planta. La mujer saca entonces una libreta y apunta algo. "¿Tienes que escribirlo todo?", pregunta él. "Claro, porque cada vez veo cosas nuevas", responde ella.


Esta doble escena representa, de algún modo, nuestra motivación al asistir a un festival como L'Alternativa. La búsqueda de lo que suele pasar desapercibido y la necesidad de escribir sobre ello. No solo eso. La imagen del musgo en las aceras, así como la transición de lo urbano a lo natural, resumen parte de una programación marcada por la resistencia, la dicotomía y la transformación.


L'Alternativa ha celebrado su 30ª edición, todo un hito para un festival que, como su nombre indica, no programa películas de corte comercial. Tampoco los últimos trabajos de primeras espadas del cine de autor. El certamen barcelonés ha redoblado esfuerzos para estar a la altura de tal efeméride. Se ha corregido, además, el desequilibrio que hubo en la programación del año pasado. En aquella ocasión, solo tres largos de la sección oficial eran nacionales, por once de internacionales. Es más, de esos catorce títulos, trece eran documentales y solo uno de ficción. Este año, en cambio, los 17 largos a competición se han dividido de manera más equitativa: diez internacionales y siete nacionales. También ha habido un mayor equilibrio de géneros: al menos siete eran ficciones. Digo "al menos" porque a veces la hibridación es tal, que se resiste a las clasificaciones.


Un último dato relevante es el de los festivales por los que las películas seleccionadas habían pasado previamente. Hasta siete filmes (todos los nacionales menos uno) estuvieron en la SEMINCI de Valladolid. Cinco pasaron por Berlín. De hecho, cuatro títulos (Notre corps, Între revolutii, Samsara y Antier noche) hicieron doblete en estos dos festivales antes de llegar a Barcelona. En menor medida, L'Alternativa se ha nutrido de trabajos vistos en San Sebastián (dos), Cannes, Locarno, el ZINEBI de Bilbao, el FICUNAM mexicano o el Visions du Réel suizo.


Lo que viene avalado por otro festival de prestigio (a veces, con premio incluido) debe convivir con apuestas propias. El autor afianzado, con el que apenas empieza. Lo que tiene fecha de estreno, con lo invisible. L'Alternativa ha alcanzado las tres décadas de existencia haciendo equilibrios con todo ello. De ahí, quizás, la alegría del equipo al conocer el fallo del jurado de la sección nacional. Soc filla de ma mare (Laura García Pérez) no es solo una ópera prima de una directora joven, con un presupuesto bajo y sin un respaldo institucional extraordinario, sino también un trabajo por el que apostó L'Alternativa antes que nadie. En el lado internacional, el premio fue menos arriesgado, ya que recayó en la veterana Claire Simon con Notre corps. Sin embargo, un documental de casi tres horas que transcurre, principalmente, en la planta de ginecología de un hospital tampoco es un film de fácil acomodo en la cartelera.



Dos mujeres documentalistas de diferentes generaciones encabezan, así, un grupo de películas que parten de lo íntimo para alcanzar una dimensión universal. Soc filla de ma mare se suma a la larga lista de documentales creativos realizados a partir de un archivo familiar. Un género que, lo admito, nuna me ha interesado demasiado. Y del que, en cualquier caso, el nuevo cine español (si es que existe tal cosa) ha abusado hasta el hartazgo en los últimos años. Afortunadamente, Laura García Pérez elude algunos lugares comunes. Prescinde, por ejemplo, de la voz en off narradora. Se aleja tanto del formato ensayístico como de la experimentación visual. Su indagación, de hecho, es tan sencilla y honesta que puede desarmar a más de uno. Tampoco se conforma con el material recopilado. A las fotos y vídeos de su infancia y adolescencia, García Pérez añade escenas, filmadas por ella misma, en las que las dos protagonistas femeninas se preguntan por ese pasado. La joven autora valenciana no se entretiene reformando estéticamente las grabaciones antiguas. Más bien al contrario, lo que intenta es mostrar cómo ese pasado las ha cambiado a ellas. Madre e hija son aquí las reconstruidas. De ahí la sobreexposición personal, en absoluto narcisista, y ese estilo directo asumido con convicción.


En el montaje del material videográfico, sorprende cómo algún fragmento parece referirse a las intenciones de la cineasta en el presente. En una grabación para su padre ausente, la Laura niña nos dice a cámara que quiere llegar a nuestros corazones. En otro momento, la voz del padre le aconseja, en una visita turística a París, que no se recree grabando, ya que luego la gente se aburre. Y efectivamente, García Pérez ha realizado un trabajo emotivo y muy compacto (apenas una hora) que, sin grandes alardes, encierra una reflexión sobre la herencia familiar, la construcción de la personalidad, y la capacidad del cine para ayudarnos a resignificar nuestro pasado y reconciliarnos con él.


The Mountains, del también debutante Christian Einshøj, es otro emotivo acto de reconciliación y enfrentamiento al dolor generado por una pérdida. Como García Pérez, Einshøj combina fotos y vídeos del archivo familiar con nuevo metraje filmado. En su caso, sí incluye una narración en off. Añade, además, un componente lúdico con la presencia del propio realizador y su dos hermanos ataviados como superhéroes. Su misión, y por tanto la de la película, será restituir la comunicación perdida en la familia, a raíz de una muerte prematura.



En Up the River with Acid (Harald Hutter) las viejas fotografías de los padres del autor solo sirven para darnos, al principio y al final del film, alguna pista rápida de la vida de aquellos. Hutter ha preferido registrar dos días en la vida de Horst (su padre) y Franciney (su madre) en la casa de campo en la que pasan el verano. Los libros en las estanterías confirman que, a parte de una vida feliz en pareja, ambos compartieron una vida intelectual plena. Sin embargo, el estado de la casa (las paredes desnudas, el papel rasgado) y la imagen de una golondrina atrapada, revoloteando por una habitación, nos advierten de algo más oscuro. Horst sufre una enfermedad degenerativa. Su mundo se encoge paralelamente a la pérdida de facultades.


Harold Hutter captura, con paciencia y detenimiento, la rutina de su padre, sus movimientos mecánicos. Salvo por los breves collages que abren y cierran la película -y un travelling circular de 360 grados en un momento climático- todo es quietud. De vez en cuando, escuchamos fragmentos de un texto poético y reflexivo que escribe la mujer. La fotografía tiene una calidez y belleza reseñables. La cámara permanece siempre atenta, sin ser intrusiva.


Quizá la gran pregunta de Up the River with Acid sea cómo habitar esos espacios. Y, por tanto, también cómo filmarlos. La propia presencia de los padres en la casa tiene algo extraño. La mente de Horst es un lugar inaccesible para los demás. Franciney, en plenas facultades, se ve abocada a redirigir su vida con un hombre que está muy lejos de ser quien era. En el texto que va escribiendo, y que ella misma nos lee, define a su marido como "disonancia". Y sí, a pesar de la calma reinante, hay algo disonante en la esencia del film.


La confianza con los retratados, en Notre corps, no proviene del ámbito familiar, sino del trabajo previo de la directora. Claire Simon ya demostró esta habilidad en Primeras soledades (2018), con la que Notre corps tiene bastante en común. De hecho, las dos películas empiezan de manera similar: con la cámara apuntando al suelo para recoger unos pasos ligeros y decididos. Si en Primeras soledades eran los de unos adolescentes, ahora son los de la propia cineasta. La intención parece ser la misma: transmitir la idea de seguir avanzando, a pesar de las dificultades. Simon cambia el instituto por un hospital (ambos, públicos), a los adolescentes por pacientes de todas las edades. Pero mantiene la metodología y la finalidad: dar espacio a los protagonistas para confeccionar un sincero retrato coral.


Como le pasó a Joaquim Jordà en Mones com la Becky (1999), Claire Simon acaba convertida en una pieza más de su collage humano, al verse sorprendida ella misma por la enfermedad. La francesa se expone sin pudor, pero sin otorgarse un protagonismo mayor que a los demás. Notre corps ofrece decenas de historias cruzadas -como en Primeras soledades, con predilección por las voces femeninas- que nos hablan de la vida a través del cuerpo. El cambio de sexo, la maternidad, la muerte... Simon no escatima nada (conversaciones técnicas y planos de operaciones incluidos) en 168 minutos de metraje. Un vaivén inagotable de emociones que trasciende el ámbito de lo privado, para alcanzar una dimensión sociopolítica global.



Sobre el cuerpo y sus implicaciones políticas reflexiona también la argentina El rostro de la medusa (Melisa Liebenthal). La película arranca con la visita médica de Marina, una mujer cuyo rostro ha cambiado por completo, de la noche al día y sin explicación alguna. Esto mismo ocurría, aunque por partida doble y no de inicio, en ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? (Aleksandre Koberidze, 2021). En esta, la situación apenas provocaba drama alguno. Solo un cambio de actores. En El rostro de la medusa no asistimos al momento de la transformación. Marina es "otra" desde el principio. Su rostro original solo lo vemos en las fotos que ella misma enseña. Su reacción, dentro de la comicidad de lo absurdo, es algo más realista que en el film de Koberidze. Marina empieza frustrada. Quiere recuperar su cara y, con ella, su identidad. Pero en su búsqueda de una solución, lo que acabará encontrando es una oportunidad.


La película de Liebenthal adopta un tono ligero, con momentos francamente graciosos. El paralelismo que establece entre el caso de Marina y los rostros de animales es curioso, pero se vuelve un poco repetitivo. A nivel narrativo, consigue mantener el interés generado por su buen punto de partida, que ya es mucho. Kafka está presente, y no solo por la metamorfosis. Los trámites administrativos que debe afrontar el personaje destapan lo ridículo del mecanismo burocrático. Y luego está, por su puesto, el tema de nuestra identidad virtual en Internet. La preocupación de Marina tiene que ver con la obsesión por mejorar nuestra imagen en las redes sociales. La necesidad capitalista de vendernos como un producto.


¿Qué vemos cuando nos miramos al espejo? ¿Qué vemos cuando observamos otras caras en Internet? ¿Por qué la insistencia de Liebenthal en mostrarnos animales en su película? Tal vez porque, parafraseando la Octava elegía de Rainer María Rilke, donde el ser humano solo ve el futuro, el animal puede ver el todo. La mirada del animal es abierta, pura, ya que carece de una vista hacia su condición. Nosotros, en cambio, apenas vemos el reflejo de aquello que podemos considerar libre.


Podemos hablar de un efecto espejo y hasta de un desdoblamiento en Între revolutii (Vlad Petri). El film se articula a partir de una correspondencia epistolar entre Maria y Zhora, dos amigas -rumana la primera, iraní la segunda- que estudiaron juntas en la Escuela de Medicina de Bucarest. Más allá de sus nacionalidades y las experiencias que viven en sus respectivos países, ningún dato las diferencia. Una es el reflejo de la otra. Casi podrían ser la misma persona. La propia película transcurre, paralelamente, como una ficción a nivel oral (Maria, Zhora y las cartas que escuchamos son una invención) y como un documental a nivel visual (todas las imágenes son de archivo). Las dos revoluciones del título corresponden a la islámica de 1979 y a la rumana de 1989. Petri subraya las similitudes entre ambas con un montaje hábil y dinámico, pero también a través de los ecos emocionales de sus personajes de ficción. La esperanza inicial y la decepción posterior son las mismas.



En Samsara (Lois Patiño), el desdoblamiento es el del propio film, partido literalmente en dos: una primera parte más ficcionada y una segunda más documental. En la primera, rodada en un templo budista en Laos, Patiño se transfigura en una suerte de Apichatpong Weerasethakul. Una anciana está a punto de morir y un adolescente de un templo budista la guía con la lectura del Libro tibetano de los muertos. La rutina de la vida monástica, la preocupación por la vida después de la muerte, así como la propia estructura de la película remiten, sobre todo, a Tropical Malady (2004). En su tercer largo, Patiño se enfrenta a una narración que se aleja de sus trabajos previos. La imagen, en 16 milímetros, es muy bella. Y el gallego la adorna aún más con superposiciones pictóricas que ilustran momentos de sueño. La segunda parte, menos encorsetada, muestra mayor interés por sus personajes: unas mujeres que trabajan en una granja de algas en Zanzíbar. Sin necesidad de seguir una historia, la cámara vuela libre y se acerca en busca del detalle, el gesto. Las algas, como el musgo, tienen mucho que contarnos.


El envoltorio de Samsara en los dos escenarios es, como cabía esperar, deslumbrante. Pero quizá lo más interesante –y controvertido- es lo que ocurre entre ambas partes. A media película, como sucede en la mencionada ¿Qué vemos cuando miramos al cielo?, un cartel le pide al espectador que cierre los ojos. En el film de Koberidze, la interpelación tenía un tono casi humorístico, y la pantalla permanecía en negro durante apenas unos segundos. En Samsara, más trascendente, se nos advierte del inicio de un largo viaje. En cualquier caso, los dos momentos preceden un acto de transfiguración personal, pero también fílmica. En una obra que habla del tránsito hacia la muerte y la reencarnación, Patiño encuentra un excelente pretexto semi-narrativo para ofrecernos casi 15 minutos de abstracción visual. Algo así como el viaje a Júpiter de 2001. Una odisea del espacio de Kubrick, pero con las técnicas vanguardistas de Tony Conrad y compañía. Una experiencia memorable que solo puede disfrutarse en una sala de cine.


Los jóvenes del Colectivo Negu también emulan a Apichatpong Weerasethakul, en este caso al de Blissfully Yours (2002), al insertar el título de su primer largo, Negu hurbilak, a los 45 minutos de metraje. En la película del tailandés, los títulos de crédito iniciales separaban lo que habíamos presenciado hasta entonces -un contexto urbano y opresivo- de una segunda parte, verde y libre, rodada en la exuberante selva que hay cerca de la frontera entre Tailandia y Birmania. El protagonista en ambos casos era un joven inmigrante ilegal. Dicho sea esto por las resonancias que podáis encontrar en este texto. En Negu Hurbilak, una joven militante independentista vasca, que huye de la persecución política, llega a Zubieta, un pueblo navarro cercano a la frontera francesa. Como ocurre en Blissfully Yours, el paisaje natural acaba convertido en un personaje más y, lo que es más importante, el tiempo se detiene.



También filmada en 16 milímetros, Negu Hurbilak es un esforzado ejercicio de estilo y contención, que da un gran protagonismo al silencio. Ahí radica, precisamente, la voluntad política de la película. Como se hace especialmente patente en la figura del pastor, Zubieta es uno de tantos pueblos repletos de historias no contadas, heridas no cicatrizadas, demonios no exorcizados. El Colectivo Negu, de alguna manera, da voz a ese silencio. Su voluntario distanciamiento emocional funciona, aunque dejar que las cosas se expresen por sí mismas tiene su riesgo. En algún momento se puede echar en falta un poco más de garra o desarmonía. Afortunadamente, toda esa contención desemboca en un final catártico que responde tanto a la necesidad del relato por explotar, como a la de los propios habitantes del pueblo. La grabación, cámara en mano, del aquelarre carnavalesco de la zona es el cierre perfecto para la película.


Un último relato bifurcado lo ofrece el belga Bas Devos en Here, su cuarto largometraje, y el que más capas tiene, hasta le fecha, de toda su carrera. También aquí se plantea una cierta dicotomía entre la vida en la ciudad y el mundo de la naturaleza (aunque se trate de un bosque en la propia urbe). Y sí, otra vez podemos rastrear aquí la influencia del cine de Apichatpong Weerasethakul o Tsai Ming-Liang.


Here juega al despiste. El inicio sugiere una mirada documental sobre el trabajo de la construcción. Sin embargo, se trata del último día antes de las vacaciones. Acabada la jornada, tres de los trabajadores vuelven a casa en autobús. Y solo entonces la cámara parece decidir a quién va a seguir. El elegido es Stefan, un joven inmigrante que, en un par de días, viajará a Rumanía para ver a su familia. La película se centra en esos dos días previos, en los que Stefan visita a su hermana y a algunos conocidos, para llevarles un poco de sopa (está vaciando la nevera antes del viaje). Pero el drama familiar y el de la inmigración también quedan en suspenso. De pronto, la voz en off de una mujer china irrumpe en el relato para rasgarlo. El sueño que nos cuenta presagia el encuentro posterior que tendrá con Stefan.


Shuxiu es profesora de biología, pero siempre que puede ayuda a su tía en un restaurante de comida china. Allí conocerá a Stefan, comiendo solo, en un día particularmente lluvioso. Al día siguiente, Stefan -que parece algo reacio a emprender su viaje- encuentra a Shuxiu en el bosque, examinando el musgo. Y es entonces cuando todo se para, el drama deja de importar. Devos niega el tiempo a la vez que lo sublima. Los personajes se dejan ir. Se podría decir que experimentan el sueño que los precede. La propia película parece avanzar en esa dirección, resignificándolo todo. Here es casi un cuento sin principio ni final. Una reivindicación de las cosas pequeñas. Un elogio del gesto (el túper con sopa no está tan lejos de la cajita de música de Days de Tsai Ming-Liang). Una invitación a descubrir los distintos microcosmos que nos rodean. Y, como decíamos al principio, de eso creemos que va un festival de cine alternativo.


© Xavier Romero, noviembre 2023.

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