En una escena de La casa de verano, la última película de Valeria Bruni Tedeschi, el “patrón” de la casa le pregunta al personaje de la guionista (guionista real de la película) acerca de la definición de lucha de la clase trabajadora. Esta responde tiernamente que dicha lucha consiste en una corrección de la desigualdad de clases y de la ausencia de derechos, conseguida con mucho esfuerzo a través de los siglos. Más tarde, ella iniciará un idilio con el cocinero de la villa. Estos dos momentos funcionan como premisa de muchas de las películas que han pasado por el D’A Film Festival en su última edición. Se trata de dos momentos que ponen de relieve que el capitalismo es la enfermedad y la carne, su síntoma y su remedio.
Ambientada en un microcosmos que se pretende hermético ante el mundo, tratando de protegerse incluso de los jabalíes que acechan una mansión situada en la costa azul francesa, en la que veranea una familia burguesa, La casa de verano está construida a base de micro situaciones humorísticas y una narrativa ágil e hilarante, en la que se pone de manifiesto la desigualdad entre señores y criados, tal y como sucedía en Un castillo en Italia, película en la que, como en este caso, también trabajaban como actores algunos familiares de la directora. El personaje interpretado por Valeria Bruni Tedeschi (Ana) trata de pasar con torpeza el duelo provocado por el abandono de su pareja, en el seno de una familia de la alta burguesía franco-italiana, cuyas relaciones parecen ser enfermizas, en la línea de su telefilm Las tres hermanas.
La familia sumergida, dirigida por María Alché, protagonista de La Niña Santa, germina a partir de la muerte de la hermana de la protagonista, excelentemente interpretada por Mercedes Moran. La familia, y en especial su protagonista, muestra un claro paralelismo con el personaje principal de La mujer sin cabeza de Lucrecia Martel (coguionista a su vez de la película que nos ocupa), esposa de mediana edad que después de un accidente de tráfico del que es responsable, manifiesta un estado de ausencia-presencia, similar al de Mercedes Moran, que encara el duelo de su hermana en un contexto naturalista y lisérgico a la vez. Alché da relieve al onirismo que genera el dolor de un personaje femenino que se siente solo, a pesar de formar parte de una familia numerosa. Cercana y a la vez inquietante, la atmósfera de La familia sumergida da voz a los muertos. Igual que Carelia: Internacional con monumento, última película de Andrés Duque, rodada como consecuencia de una propuesta de Oleg, protagonista de su película anterior: Oleg y las raras artes. Carelia es una especie de paraíso perdido ubicado en la frontera entre Rusia y Finlandia, bucólica región en la que la cámara de Duque dio con una idílica familia cristiano-ortodoxa, cuya cotidianeidad retrata, envuelve y examina con una precisión entomológica, mostrando sus ritos chamánicos como un apéndice de sí mismos. Junto a ese paraje y bajo los pies de esos niños que juegan despreocupados, se ocultan cientos de fosas comunes, producto de la purga de Stalin. Andrés Duque, experto vídeo-ensayista, construyó su documental, sin saberlo, a partir de la idea lacaniana de que la Realidad no es la que se ve a primera vista sino la que subyace bajo las cosas, máxima que aplicó Lynch al rodar la oreja cortada sobre la hierba de Terciopelo azul. Carelia: Internacional con monumento no se detiene ahí, sino que da voz a la hija del represaliado Yuri Dmitriev, investigador que encontró unas 240 de las fosas, y que en la actualidad está injustamente acusado de pedofilia, en virtud de este descubrimiento. De esta manera, el documental se eleva sobre sí mismo y va más allá de su evidente valor artístico, convirtiéndose en un ejercicio de recuperación de la memoria histórica rusa y de reivindicación política, al oponerse a los intentos de Putin de blanquear a Stalin, visto positivamente por el 46% del pueblo ruso.
Con un tratamiento totalmente romerhiano y una final de todo punto bergmaniano, Hotel by the River de Hong Sang-soo también presenta a una familia: dos hijos, uno de ellos director de cine (quizá alter ego del propio Sang-soo) y su padre poeta, que se hospedan en el hotel que da nombre a la película. Sus conversaciones durante una larga comilona, acompañadas de los típicos zooms del coreano, ponen en evidencia las heridas familiares que han marcado su relación hasta la edad adulta. Por otro lado, en este hotel situado en una especie de nada, reforzada por un paisaje nevado, también se refugian Sanghee, una mujer joven que trata de superar una ruptura con un hombre casado, junto a una amiga. Autorreferencial y reflexiva, el director coreano aborda dos temas que le tocan de lleno: el proceso de creación analizado a través de sus personajes masculinos, y el dolor del abandono, que focaliza en la joven (amante a la que, en la vida real, Sang-Soo abandonó por estar casado). La película se desarrolla como una especie de juego de espejos donde la simetría es sencillamente hermosa y perfecta, y donde las vicisitudes de los personajes se aúnan en un solo dolor.
Sophia Antipolis de Virgil Vernier toma el nombre de un parque tecnológico situado en la Riviera francesa, cuya construcción pretendía emular el progreso de Silicon Valley. Como en la mencionada Carelia, pronto veremos que bajo ese paraíso se esconde, en realidad, el infierno. Un infierno en el que operan bandas criminales, fanáticos religiosos y asesinos. Partiendo del asesinato de una adolescente que se ofrece a trabajar para las mafias para poder pagarse una operación de aumento de pecho, la oscuridad del filme va in crescendo y se muestra inexorable. La narración se vuelve cada vez más siniestra, en una película que pivota sobre el racismo y sobre su relación con el capitalismo, como resultado de una Europa en la que el fascismo está en auge en la mayoría de sus países.
Por su parte, Peter Strickland en su última película, In Fabric, mucho menos brillante que sus anteriores trabajos, sigue siendo fiel al género giallo. En este caso, la amenaza reside en un vestido rojo con dotes asesinas. Con una primera parte de lo más atmosférica, estilizada y cocinada a fuego lento, en la que es fácil detectar la huella de Dario Argento, y en la que predomina el género de terror; y una segunda parte, más encauzada hacia el humor absurdo, es posible entrever la huella del productor Ben Wheatley. Strickland utiliza los grandes almacenes, las rebajas, la moda, y en suma el capitalismo, como vehículos del terror.
Guillaume Brac firma con L’Île au trésor un documental que sirve de contrapunto a Sophia Antipolis y a los excesos del capitalismo. El director francés elige como escenario Cergy-Pontoise, una especie de parque con lago, un espacio transversal en el que convergen todas las clases sociales y en el que las experiencias más valiosas las ofrecen los niños y los adolescentes. Cuerpos juveniles e infantiles, recogidos en largos planos secuencia, que conquistan el lugar tratando de colarse de día, invadiéndolo de noche, poblándolo con su inocencia. Cuerpos que como una hemorragia se extienden a lo largo de todo el metraje.
Se puede decir que la corporalidad que atraviesa algunas de las películas de la edición del D’A de este año contribuye a paliar la representación del capitalismo. Así, Your Face de Tsai Ming-liang se detiene en explorar los rostros, en primeros planos prolongados, de una serie de personas de Taipei. Una propuesta más arriesgada y a la vez más sencilla, que las planteadas en sus obras anteriores. El plano-afección de Deleuze descubre, a través de la mirada de Ming-liang, una dimensión desconocida de las personas de clase trabajadora a las que filma. Bertolucci afirmaba que, para rodar Accattone, Pasolini se basó en la fisiognómica, una técnica que se centra en el rostro humano, que le otorga gran importancia, una disciplina pseudocientífica que pretende deducir las características morales y psicológicas de una persona a través de su apariencia física, especialmente de las características y expresiones de su rostro. En el caso de Your Face, los primeros planos de pueden ser considerados todo un acto de amor y de reconciliación con el género humano.
Adina Pintilie lleva a cabo un ejercicio similar en Touch Me Not, heredera, probablemente sin saberlo, del documental español Yes, we fuck (2015) de Antonio Centeno y Raúl de la Morena, película en la que se buscaban soluciones, por cierto con gran éxito, para normalizar la vida sexual de las personas con diversidad sexual, y en la que se filma un taller-orgía con personas de este colectivo. La originalidad de Pintile consiste en introducirse en el filme desde la primera escena. Ella rompe la cuarta pared y dialoga con la protagonista, una mujer de mediana edad que explora su propia sexualidad. Paralelamente se analiza la vida sexual de las personas con diversidad funcional a través de entrevistas y de escenas eróticas. Con una pátina no exenta de cierto tono psicoanalítico, la película de Pintilie exuda humanidad, comprensión infinita y aceptación incondicional hacia quienes, frente a los roles estéticos impuestos por el capitalismo, desean desde su diversidad. Y para diversidad la de la Salomé presentada por Luis Miñarro en Love Me Not. Ambientada en plena guerra de Irak, por mucho que del conflicto no haya ni rastro, sino a través de los diálogos de dos soldados, la película es una revisitación de lo más sui generis del mito de Salomé en el seno de una familia desestructurada. Con claros ecos pasolinianos y una gran carga erótica, la originalidad de Love Me Not radica en una Salomé de género fluido que rompe con el binarismo de género en las últimas escenas.
Letters to Paul Morrissey también nos habla del cuerpo. Más allá de sus todas sus virtudes: la hibridación de géneros, la originalidad, el ejercicio de recuperación del cine de Morrissey, el sello indie, el pastiche posmoderno perfectamente articulado; la película de Armand Rovira y Saida Benzal sitúa a sus personajes entre sus conflictos y su corporalidad. Por Letters se pasean un beato que se adhiere la biblia a grapazos para evitar la tentación, una Chelsea girl que encarga un hombre de cera, destinado a desaparecer en veinticuatro horas, toda una metáfora de la era Tinder y, por último, una chica con una enfermedad auditiva. El homenaje a la Factory de Andy Warhol cobra la forma de la carne torturada.
Pero es La portuguesa de Rita Azevedo, basada en un cuento de Musil difícil de adaptar a la pantalla, la que se alza como la gran película de la corporalidad: frente al aislamiento y el encierro que vive la protagonista en un castillo italiano, tras la marcha de su marido, que prefiere la guerra al amor, su protagonista erige el estatismo del gesto, el inmovilismo como resistencia, como metáfora de su determinación a quedarse en ese lugar, a esperar la llegada de su esposo. Dorothy Parker ya había escrito en los años sesenta un poema dedicado a la Penélope de Homero en el que definía su actitud de espera como un gesto de resistencia. Mediante una gran profusión de planos fijos, de omposición claramente pictórica, y en los que la figura de la protagonista aparece en primer término con semblante sereno, Rita Azevedo pone de manifiesto la fortaleza y resistencia de la portuguesa.
Cerrando el círculo, y con muchos puntos en común con La casa de verano, Happy New Year, Colin Burstead de Ben Wheatley sigue asimismo la estela de las intrincadas relaciones familiares, esta vez durante la Nochevieja. La llegada del hijo pródigo, la oveja negra de la familia, presentado en su versión más cruel, da forma al relato sirviéndose de un humor afilado e inteligente y una narrativa acelerada, acompañada por una cámara nerviosa, que se mueve en azogue permanente y que retrata al conjunto de cuerpos de la familia burguesa como una enfermedad.
© Mireia Iniesta, mayo 2019