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El televisor (1974):

estar (encerrado) en la imagen

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“Por ello vuelve la pregunta de (...) quién gestiona el orden, quién programa las lógicas del ver como lógicas del ser/no ser”

 

Remedios Zafra [1]

Se cumplen cincuenta años de la primera emisión de El televisor (1974), uno de los episodios que conforman la mítica serie televisiva Historias para no dormir (1966-82) de Chicho Ibáñez Serrador. En este claustrofóbico mediometraje conocemos la historia de Enrique, un padre de familia modélico, siempre entregado a las necesidades de la familia y el trabajo. Como buen responsable empedernido, la culpa le corroe al plantearse siquiera gastar parte de sus ahorros en un televisor, uno de los sueños que tiene desde hace años. Finalmente, animado por su mujer, se deja llevar por su deseo (quizá el único que ha decidido abrazar en décadas). El aparato llega a casa de Enrique, eso sí, acompañado de uno de los augurios más clarividentes —y bizarramente sinceros— que haya podido regalarnos jamás la televisión nacional. 

 

Chicho Ibáñez Serrador intuye en este breve cuento de terror cómo los peligros de la imagen contemporánea van a materializarse siempre a través de perturbaciones en nuestra espacialidad cotidiana. La relación de Enrique con su nuevo televisor a lo largo del episodio podría dividirse en dos estados —primero obsesión y después temor—, ambos capaces de poner en crisis aquellos espacios tradicionales que conforman la existencia del protagonista. 

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En primer lugar, la magia hipnótica de la imagen televisiva termina por alejar al hasta ahora siempre ejemplar trabajador de sus obligaciones. Cuando Enrique empieza a mentir a la empresa para no asistir a su puesto de trabajo, este se defiende ante su mujer afirmando que para qué abandonar el hogar “teniendo todo un mundo dentro del televisor”. Ibáñez Serrador narra en esta primera mitad de su díptico sobre la violencia visual la peor pesadilla del sistema capitalista, proponiendo una heterotopía técnica capaz de sustituir a los espacios canónicos (y, por lo tanto, capaz de poner en cuestión su vigencia). El espacio visual, a pesar de su naturaleza inmaterial, resulta más atractivo que el espacio corporal. Las interfaces audiovisuales parecen apuntar, como si de un sueño húmedo de Mark Fisher se tratara, al terreno del deseo postcapitalista. 

Pero esta fascinación visual antisistema que Enrique siente por la televisión acaba metamorfoseando en una latente angustia audiovisual. Nuestro protagonista empieza a ver personajes de sus programas favoritos vagando por su casa. Decide entonces colocar una caja de cartón frente a la pantalla y añadir en ella un pequeño agujero por el que poder colocar el ojo (en una especie de reinterpretación casera del kinetoscopio). Cuando su mujer se interesa preocupada por el motivo de su invento, él le responde que lo hace para “poder seguir viendo el televisor sin ningún peligro”. Más tarde Enrique será visitado por un psiquiatra, a quien le explicará cómo teme que esas imágenes de niños quemados y desfigurados por el napalm, cadáveres de guerrilleros palestinos y bombas que estallan en Oriente acaben atravesando la pantalla. “No puedo dejar que invadan mi casa o que las vean mis hijos”, dice el tembloroso padre de familia.

 

Para Enrique, el ver y el ser invadido parecen funcionar como sinónimos. Posar la mirada sobre la violencia de las imágenes implica poder ser dañado por ellas. Que Ibáñez Serrador decidiera articular una reflexión sobre los posibles peligros de la llegada del audiovisual a los hogares españoles a través del subgénero del home invasion no parece una casualidad, sino más bien un lúcido presagio. De la misma forma que la imagen puede poner en cuestión el espacio capitalista, también puede explicitar la fragilidad del espacio doméstico (y sus corporalidades). Adelantándose varias décadas a Ringu (1998) de Hideo Nakata, El televisor ya plantea la posibilidad de un invasor visual, una entidad capaz de atravesar el televisor como si de una ventana se tratara.

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En 2001, Claudia Giannetti afirma que estábamos delante de la imagen y ahora estamos en lo visual [2]. Haber estado delante de la imagen es motivo suficiente para que esta pueda introducirse en el hogar de Enrique. Estar delante del televisor hace que lo que está en tu oficina (en la materialidad capitalista) no valga la pena. Estar delante de la imagen contamina y configura el lugar en el que estamos. Por eso no es extraño que el capitalismo, viéndose desactivado por el potencial emancipador de la imagen, decida mutar en un sistema que también esté en lo visual. La llegada del semiocapitalismo consigue que el sistema del que Enrique (y un servidor) reniega pueda habitar también las pantallas y, por lo tanto, tu hogar. Estar delante de tu televisor —u ordenador, o teléfono móvil— implica ahora estar en el capitalismo. 

 

En este sentido, Inmotep (2022) supone la traducción más precisa de El televisor a las dinámicas contemporáneas. Mientras que Ibáñez Serrador narra la invasión del mundo material por parte de las imágenes, Julián Génisson propone una progresiva transfusión de los individuos al mundo visual. Enrique teme ser atacado por las imágenes mientras que Diego Monroy, protagonista de Inmotep, teme estar convirtiéndose en una imagen de stock. Me doy cuenta entonces de que nosotros somos ese “todo un mundo dentro del televisor” que Enrique amó y temió. Si todxs estamos en las imágenes, me pregunto quién nos ve desde fuera. Me pregunto por qué, al menos, no podemos ser imágenes valientes y comprometidas como las que violentaron a Enrique; por qué tenemos que ser imágenes que nos corporativizan y convierten nuestro deseo en mercancía y a nuestras existencias en decorados. 

 

Odiamos ser imágenes pero construimos nuestro ser sobre ellas. “No se entiende por qué no me voy cuando puedo irme”, dice Mariana Enriquez [3]. ¿Qué imagen de mí os generará en vuestras cabezas este texto contra las imágenes del yo? ¿Os he parecido interesante y ocurrente? ¿Me seguiréis en Twitter? Si lo hacéis nuestras imágenes podrán encontrarse, podrán retroalimentarse y, ojalá, explotar juntas algún día. Podrán convertirse en una nebulosa de píxeles, en un impresionista paisaje digital. De momento aquí seguimos, moviéndonos visualmente y reposando físicamente, transitando el en y aborreciendo el delante. No todxs podemos ser imágenes, la sociedad necesita espectadorxs.

© Daniel Grandes, septiembre 2024

 

[1] Zafra, R. (2015). Ojos y capital (2.a ed.). Consonni.

[2] La Perla, J. (Ed.). (2001). Cine, video y multimedia: La ruptura de lo audiovisual (1.a ed.) [Capítulo «Reflexiones acerca de la crisis de la imagen técnica, la interfaz humano-máquina, la acción y el juego» de Claudia Giannetti]. Libros del Rojas.

[3] Enriquez, M. (2024). Un lugar soleado para gente sombría (1.a ed.) [Cuento «Mis muertos tristes»]. Anagrama

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