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Douglas Sirk y el límite de la palabra.

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Hace unos meses descubrí La muchacha del páramo (1935), el segundo largometraje de Detlef Sierck, antes de convertirse en Douglas Sirk. Una maravilla (¡y ese año dirigió tres películas!) tan olvidada que los libros ni siquiera la sitúan entre lo mejor de la producción alemana de su autor (1935-1943). El film se basa en un relato corto de la escritora sueca Selma Lagerlöf (la primera mujer en obtener el Premio Nobel de Literatura) y cuenta la historia de Helga (Hansi Knoteck), una joven criada que, después de dar a luz, presenta una demanda de paternidad contra el amo de la casa para el que trabajaba. Al ver que el hombre que engendró a su hijo está dispuesto a cometer perjurio para salvar su matrimonio, Helga retira la demanda. Marcada por este asunto, sus posibilidades de encontrar trabajo en otra casa se ven gravemente dañadas. Sin embargo, un joven llamado Karsten (Kurt Fischer-Fehling), impresionado por el coraje y la integridad de la muchacha, le ofrece un puesto en la granja de sus padres. El conflicto llegará con los celos de Gertrud (Ellen Frank), la hija del alguacil del pueblo y prometida de Karsten, quien exigirá a este último que despida a Helga.

 

El caso es que, además de por su deslumbrante precisión narrativa, la película me llamó la atención por el personaje del padre de Karsten, el señor Dittmar (Friedrich Kayssler). Su persistente silencio a lo largo del film y su decidida toma de acción final me intrigaron sobremanera, así que empecé a tirar del hilo. A la lectura del relato de Lagerlöf, siguió el rescate de la adaptación de Victor Sjöström (1917) y, por supuesto, la revisión de buena parte de la obra sirkiana. El resultado de este proceso culmina en una serie de apuntes y reflexiones en torno a la relación del cine de Douglas Sirk con la palabra y su límite.

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El silencio del señor Dittmar.

 

En la primera aparición en pantalla de los padres de Karsten, la señora Dittmar recrimina a su marido que nunca diga nada. Le llega a decir que si su hijo no consigue casarse con Gertrud, será por su culpa, por no haber hablado con el padre de esta. Pero la reprimenda no causa efecto. La posterior visita de sus futuros consuegros se salda con otra exhibición de contención y silencio. El señor Dittmar no entra en el juego de venderles la moto. En el relato original, Lagerlöf lo define como un hombre tímido, apocado, pero resolutivo y preciso. Al contrario que en la película, por ejemplo, llega a hablar con los padres de Helga para explicarles por qué se han visto obligados a despedir a su hija. Actúa, pues, como un jefe de recursos humanos.

 

Sirk es fiel al personaje literario, pero acentúa todavía más su carácter silencioso, hasta el punto de hacerle pronunciar sus primeras palabras pasada la hora de una película que apenas dura 80 minutos. Sus primeras apariciones, asintiendo, señalando… pero sin decir nada, tienen, por acumulación, un efecto cómico evidente. Pero no parece casual que, al contrario que en la novela, cuando rompa por fin su silencio lo haga con una doble pregunta a su hijo: “¿Quieres que te ayude?”, “¿Necesitas algo?”. El señor Dittmar ha sido testigo de cómo Karsten, creyéndose autor de un asesinato cometido la noche anterior (la previa a su boda), intentaba deshacerse de la supuesta arma homicida [1]

 

Ya camino de la iglesia, donde Karsten se dispone a contraer matrimonio, su padre le hace dos preguntas más: “¿Has olvidado algo?” (justo antes de partir) y “¿Quieres decirle algo más?” (tras pararse a medio camino para saludar a Helga). Todas estas preguntas buscan la confesión de Karsten. Al no dar resultado, el señor Dittmar, por fin, empieza a contar algo: cómo su propio padre hizo el mismo camino con él. “Mi padre me condujo hasta tu madre (…) quizás algún día ocuparás mi lugar”. Estas palabras sí tienen el efecto deseado y Karsten rompe a llorar. “¿Quieres decirme algo?”, vuelve a preguntar entonces el señor Dittmar. El hijo responde esta vez que sí, pero el padre ya tiene suficiente: “No es necesario. Lo sé. Pero me alegro de que te hayas decidido a hablar”.

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Lo que ha hecho el personaje del señor Dittmar, en todo momento, es ofrecer sus servicios como mediador. Él es el enlace entre dos mundos: el mundo de la palabra, una convención social creada por los seres humanos, y el otro mundo, el invisible. Solo un personaje como él puede guiar a los que topan con el agujero negro entre ambos. El señor Dittmar solo interviene cuando alguien lo necesita, porque él puede cumplir esa función. Así, él será también el encargado de oficiar el ritual en el que Karsten confiese a Gertrud -en presencia de los invitados a su propia boda- el crimen que cree haber cometido. Y tampoco es casualidad que acabe siendo él quien anuncie a su hijo “eres inocente”, después de visitar el tribunal y enterarse de la detención del verdadero asesino. También aquí actúa como mediador, entregándole a Karsten la palabra que lo convierte en un hombre libre.

 

La palabra como ofrecimiento.

 

El día de la boda, mientras visten a Gertrud, las damas de honor nos explican cómo funciona el antiguo ceremonial. El novio debe colocarse frente a la novia y hacer su petición con unas palabras predeterminadas (“Yo, Karsten Dittmar, he venido a pedirte que seas mi costilla”), coger una flor de la corona y entregársela. Ella debe permanecer callada hasta ese momento. Sin embargo, lo que Gertrud va a escuchar es “Yo, Karsten Dittmar, he venido a decirte que te devuelvo la palabra”. Karsten es un hombre con principios. No puede aceptar que su matrimonio se erija sobre una ocultación de extrema gravedad. Con esta frase, asume que la palabra tiene un límite que, al menos él, no puede sobrepasar. Profundamente afectado, es incapaz de continuar. Será su padre, el mediador, quien complete el discurso, guiando así a su hijo hacia la redención.

 

Sirk retomaría la figura del falso culpable, de manera más convencional, en Tempestad en la cumbre (1951). Valerie (Ann Blyth) es una reclusa condenada a muerte por un asesinato que no ha cometido. Durante su traslado al lugar en que será ejecutada, una lluvia torrencial provoca el cierre de carreteras, por lo que Valerie y el inspector que la acompaña se ven obligados a refugiarse en un convento. Allí, una monja, la hermana Mary (Claudette Colbert), pronto dudará de la culpabilidad de Valerie. Ante los primeros intentos de la monja por consolarla, Valerie reacciona protestando al grito de “¡palabras! ¡solo palabras!”.

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No es de extrañar que muestre tal desconfianza. Un juez ha dictado sentencia. La palabra del hombre, la palabra oficial, la ha condenado. Incluso en una escena, ella misma se define, sarcásticamente, como una asesina. Lo hace como amarga conocedora del artificio de la palabra. Por eso tiene una carga simbólica muy fuerte que, cuando la hermana Mary consigue llevar al convento al prometido de Valerie, esta se acerque a la monja y le diga: “Quiero hacerle un regalo (…) Le entrego lo único que me queda: mi inocencia”. La rabia y el sarcasmo desaparecen. Valerie ofrece su palabra a quien la va a saber reconocer y valorar.

 

En cierto modo, la hermana Mary es el equivalente al señor Dittmar de La muchacha del páramo, un portal, una entidad entre dos mundos. En su caso, el terrenal y el espiritual. Dicha posición le permite dudar de la palabra y reconocer la inocencia de Valerie de manera instintiva. Mary es la figura que, como el señor Dittmar, puede guiar a alguien que ha quedado atrapado entre las convenciones de la palabra y otro mundo en el que los conceptos de verdad o autenticidad no tienen sentido.

Falsos testimonios y confesiones.

 

La muchacha del páramo arranca con un juicio. Como decíamos al principio, Helga reclama la paternidad legal de su hijo a su ex patrón [2]. Este, casado y pudiente, niega ser el padre y está dispuesto a jurarlo sobre la Biblia. Helga no había previsto algo así. Su rostro se llena de pasmo y horror. No puede entender ni permitir que un hombre cometa perjurio. Retira entonces la demanda, renunciando de esta forma a la compensación económica que le habría permitido criar a su hijo sin pasar apuros. No quiere una mácula en su hijo. Tampoco va a permitir que alguien condene su alma (en el relato de Lagerlöf así se explicita). Aún así, nada parece indicar que Helga sea una persona especialmente religiosa. Simplemente no concibe que alguien pueda pervertir la palabra de tal modo.

 

Helga tampoco es una santa. Una escena clave para entender al personaje es aquella en que, con el objetivo de no perder su nuevo trabajo, la vemos transportar un poco de ceniza de casa de sus padres a la de los Dittmar. Este pequeño ritual, como sabremos, sirve para arraigarse a un nuevo lugar, un cambio que, por lo visto, solo puede hacerse una vez y que es irreversible. Al ser descubierta por Karsten, Helga se siente avergonzada. Pero su gesto no tiene maldad. Es un acto de supervivencia. De algún modo, Helga también habita en la frontera. Su conexión con el páramo (la tierra, el ritual…) es casi sobrenatural [3], pero esto no evita que sea un personaje sufriente, en conflicto constante.

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El inicio de La muchacha del páramo encuentra un reverso interesante en el desenlace de una de las obras mayores de Sirk, Escrito sobre el viento (1956), también con un juicio de por medio. Kyle (Robert Stack), el hijo de un magnate del petróleo, ha muerto accidentalmente cuando, ebrio y cegado por los celos, amenazaba con una pistola a su viejo amigo Mitch (Rock Hudson). Marylee (Dorothy Malone), la hermana del primero, había intentado arrebatarle el arma y esta se había disparado. Marylee intuye que Mitch, de quien está profundamente enamorada desde la infancia, va a acabar en los brazos de Lucy (Lauren Bacall), la viuda de su hermano. Es por ello que, en el juicio, declara que Mitch asesinó a su hermano (si no es para mí, que no sea para nadie). Pasado el revuelo en la sala, Marylee recapacita y empieza a contar los hechos tal y como realmente sucedieron. El personaje ha llegado al límite de la palabra y Sirk lo muestra visualmente de manera muy sutil: Marylee inclina ligeramente la cabeza (un gesto de vergüenza por lo que está haciendo) y al hacerlo, la sombra del ala de su sombrero le ensombrece los ojos. La forma de iluminar ese momento es más elocuente que cualquier línea de diálogo.

 

Durante toda la película, Marylee se muestra como una mujer caprichosa y manipuladora (de casta le viene al galgo). Mitch la aprecia, pero no la desea. Por eso cuando, por fin, Marylee consigue trascender el mundo falso que, en el fondo, la tiene oprimida, el rostro de Mitch se ilumina. El primer plano no deja lugar a dudas. No es una expresión de alivio por evitar la cárcel (o, peor aún, una sentencia de muerte), sino de profunda alegría al ver a su amiga superar su corsé, su egoísmo.

 

El horror en el rostro de Helga, al comprobar cómo su antiguo patrón se presta a cometer perjurio, se refleja en el éxtasis que experimenta Mitch en Escrito sobre el viento. Son dos gestos empáticos. Helga no puede permitir que un hombre, aunque sea para salvar su matrimonio, condene su alma. Mitch, por su parte, celebra el acto de contrición de su amiga. Eso sí, la redención de Marylee es trágica, ya que implica aceptar su soledad, su herencia de “pobre niña rica”.

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Gertrud, la prometida de Karsten en La muchacha del páramo, también intenta jugar la baza de un discurso falso que acabará abortando. En la boda, tras la autoinculpación de Karsten como sospechoso de un asesinato, Gertrud juzga a su prometido como culpable y se niega a posponer la ceremonia hasta que se aclaren los hechos, como él le proponía. Cuando Helga descubre el malentendido que exculpa a Karsten (fue ella quien, accidentalmente, rompió la navaja que él le había prestado), inmediatamente va a contárselo a Gertrud -a pesar de que esta fue la responsable de que Helga perdiera su trabajo en la granja- y le ofrece un plan para salvar su boda. Helga le dice a Gertrud que vaya a ver a Karsten, que le oculte que sabe que es inocente y le diga que, pese a todo, desea casarse con él. Tras el impacto inicial que le producen tanto la noticia como, sobre todo, el altruismo de Helga, Gertrud corre a ver a Karsten. Pero al poco de iniciar su discurso preparado, se detiene, aparta la mirada y confiesa la verdad.

 

Gertrud y Marylee son dos personajes que habitan en la palabra. Viven, por decirlo de alguna manera, hacia fuera. Las dos son mujeres de clase social alta, consentidas, extrovertidas, superficiales y aparentemente felices en un mundo ilusorio. En las escenas citadas anteriormente, intentan cambiar ese mundo con una representación verbal. Pero, incapaces de sostener la palabra, desbordadas por ella, se derrumban. Ahora ya saben que el mundo es tan solo lo que su palabra puede construir, un castillo de arena que se deshace ante sus ojos.

 

Helga y Mitch renuncian, en primera instancia, a las personas que aman. Karsten está prometido y Lucy, casada. Ninguno piensa sobrepasar esa barrera. Podríamos caer en el error de verlos como seres virtuosos, moralmente superiores, cuando en realidad son víctimas de una sociedad puritana. Esto es aún más evidente en el caso de Cary (Jane Wyman), en Solo el cielo lo sabe (1955), una viuda de clase alta que se enamora de su jardinero, más joven que ella, y que también renuncia a él, en este caso por la presión de sus hijos. Helga, Mitch y Cary sufren por sus respectivas renuncias, pero acaban siendo recompensados. En cambio, el sacrificio de Gertrud y Marylee -que también renuncian, al final y de manera definitiva, a las personas que aman- no les reporta compensación alguna. Ellas son los personajes trágicos con los que, inesperadamente, empatizamos al final. Son las víctimas necesarias para tener un happy end.

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Otro “malo” sirkiano que llega a su límite y permite un final feliz del que queda totalmente al margen es el Harry (John Baragrey) de Shockproof (1949). Su amante, Jenny (Patricia Knight), es una ex presidiaria que finge estar enamorada de Griff (Cornel Wilde), su agente de libertad condicional (“parole officer” en inglés), pero que acaba enamorándose de él de verdad. Cuando Jenny le confiesa sus sentimientos a Harry, este coge el teléfono con la intención de explicarle a Griff cómo Jenny y él habían urdido un falso enamoramiento. Para evitarlo, Jenny coge un arma y dispara a Harry. Creyéndolo muerto, corre a buscar a Griff, y ambos deciden huir. Al final, Harry se salva y, todavía en el hospital, ante la policía y la nueva pareja, se desdice de una declaración previa y asegura ahora que el disparo que recibió de Jenny fue accidental.

 

Irónicamente, es su palabra la que libera a la mujer que ama. Casi podríamos decir que Harry confiesa una mentira pues, al contrario que Marylee en Escrito sobre el viento, primero dice la verdad y luego miente. Pero es que lo que Harry siente que debe hacer no pasa por la lógica de la justicia. Él y Marylee se redimen a través de la palabra (poco importa ya que esta sea verdadera o falsa), dejando vía libre a los enamorados. Cierto que el cambio de actitud de Harry resulta bastante abrupto. Sin embargo, hay algo que lo justificaría: la proximidad a la muerte (otra línea fronteriza) que ha experimentado el personaje. Aunque sea por unas horas, Harry ha sido testigo de "lo invisible", lo que está más allá (o más acá) de las palabras. En todo caso, es un proceso interno que permanece en off.

 

Mencionaba al principio de este artículo la comicidad que genera el silencio del señor Dittmar en La muchacha del páramo. Pero si hay una película en la que Sirk contrapone de manera lúdica el uso de la palabra y el de los silencios es en la deliciosa Escándalo en París (1946). El film se basa en la vida de François Eugène Vidocq, célebre ladrón del siglo XVIII que acabó convertido en jefe de policía. Vidocq (George Sanders) es un encantador de serpientes, un casanova que seduce con la palabra y vive del engaño que genera con ella. Por eso resulta muy llamativo que caiga rendido ante Thérese (Signe Hasso) -la hija de una familia rica a la que intenta desvalijar- por el mero hecho de que esta se mantiene callada cada vez que se cruzan. Justo después del tercer encuentro, Vidocq confiesa a su “escudero” hasta qué punto le está afectando el silencio de la chica: “Es la tercera vez que la veo y no dice palabra (…) A la cuarta, me enamoro”. Thérese –que, en realidad, no se atreve a hablar porque cree que Vidocq es la reencarnación de Saint George- se presenta como su reverso, lo que la convierte, claro, en un misterio para él. Acostumbrado al mundo de la palabra y conocedor de su poder manipulador, Vidocq queda totalmente desarmado.

 

A los que guardan silencio no se les puede quitar la palabra.

© Xavi Romero, junio 2023

[1] A la mañana siguiente de una noche de juerga, alguien que estaba en el mismo bar que Karsten y sus amigos aparece muerto, con un trozo de la hoja de una navaja clavado en la cabeza. Al enterarse de la noticia, Karsten (que no recuerda nada a causa de la borrachera) comprueba que, misteriosamente, su navaja tiene la hoja partida.

 

[2] También aquí enfrentamos dos realidades: la paternidad real y lo que pueda determinar un juez.

[3] Esto es más evidente en el relato de Selma Lagerlöf, donde Helga explica cómo el ritual de las cenizas la afecta (“como si estuviera embrujada”) y habla del fuego como si fuera un ser vivo (“juega, baila, habla, se enfada; tiene el poder de crear confort o malestar”).

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