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YO, TONYA. AMÉRICA FRENTE AL ESPEJO.

                                                                                                                 Xavi Romero

Yo, Tonya (Craig Gillespie) no es una película redonda ni original. Afortunadamente, eso sí, rehúye con bastante éxito los tics del típico biopic televisivo. Como todo el mundo ha destacado, su ritmo vertiginoso -acompañado de voz over, rupturas de la cuarta pared (miradas a cámara de los personajes en el pasado haciendo comentarios desde el presente) y una banda sonora plagada de clásicos del pop-rock (mayoritariamente setenteros) que propulsan casi cada escena- bebe del cine de Martin Scorsese, ya sea directa (Goodfellas) o indirectamente (Boogie Nights de P.T.Anderson). Más interesante es su acercamiento al falso documental, así como su retrato irónico e hiperrealista pero, a su vez, voluntariamente contradictorio de un personaje real vivo, elementos que nos pueden remitir, por su parte, al Richard Linklater de Bernie (2011) o a The Disaster Artist (James Franco, 2017). Quizá, como estas últimas, Yo, Tonya está condenada a vivir en un segundo plano crítico pese a que, con sus virtudes y defectos, nos diga mucho más sobre la realidad americana y sobre cómo representarla audiovisualmente que otras películas “de prestigio”.

 

La lucha del personaje de Tonya Harding (Margot Robbie) por imponer su relato sobre unos hechos que, en mayor o menor medida, todos conocemos es la lucha de la propia película de Gillespie, que recrea el documental para derrotarlo con una desbordante batería de formas de ficción. Hay momentos realmente significativos en esta dirección, como cuando vemos a Tonya disparar contra su marido y, acto seguido, mirar a cámara asegurando: “I never did this”. Gillespie le concede así a la Tonya de ficción una venganza catártica, a la vez que preserva la versión de la Tonya real. Aparentemente más intrascendente, pero también más arriesgado, es el breve instante en que la madre de Tonya (impagable Allison Janey) protesta, dentro del falso documental, porque su personaje en la ficción está perdiendo protagonismo: “My storyline is disappearing right now. What the fuck!”.

 

Sin embargo, lo más interesante de la película es como logra condensar todo su discurso en el rostro de su personaje central. Un rostro continuamente agredido o emocionalmente desbordado, un rostro atormentado, vulgar y transparente. En él reside “la verdad”, por ello, hacia el final, la madre de Tonya insiste en ver la actuación olímpica de su hija en una pequeña televisión del bar en el que está trabajando, no porque le interese lo bien que lo pueda hacer, sino para poder verle la cara al finalizar su performance. Esta preocupación facial desembocará, poco después, en una breve escena, la más poderosa de toda la función, que contrasta con el vértigo sonoro y visual al que hacíamos mención al principio del texto. Se trata de un silencioso plano fijo de apenas un minuto en el que una estupenda Robbie resume en su cara las contradicciones y la lucha interior de su personaje, así como la forma y el fondo de todo el filme:

Tonya está sola en su camerino, preparándose para su actuación en los Juegos Olímpicos de 1994, convertida ya en principal sospechosa de la agresión a su contrincante Nancy Carrigan y, como tal, en ese “alguien a quien odiar” que necesita América. Tras unos breves segundos de mirada intensa, Tonya aprieta la boca y, con rabia, se pinta una franja roja en cada mejilla. Es un primer gesto que, casualmente o no, remite al de los indios del western antes de entrar en batalla, es decir, a la marca de rebeldía del Otro. Por un momento Tonya parece reafirmarse y fortalecerse. Al extender el maquillaje, sin embargo, su gesto se tuerce. Se ha puesto demasiada pintura y se autocastiga manchándose la frente. Su aspecto es ahora el de una payasa, presagio del objeto de mofa en que estaba a punto de convertirse la patinadora, y por ello baja la mirada, avergonzada. Intenta arreglarlo pero es imposible. Al borde del llanto, su rostro se descompone. Sin embargo, Tonya vuelve a mirarse (a mirarnos) y dibuja una amplia (y falsa) sonrisa, en un último esfuerzo por encajar, por ser la princesa impoluta que exige América. Su cara, no obstante, es ya tan solo una máscara monstruosa, patética. En menos de un minuto, el rostro de Harding-Robbie ha pasado del western al drama, del drama a la comedia, de la comedia de vuelta al drama y de éste al terror. La fusión de géneros refleja la complejidad del relato de la verdad, como el espejo nos devuelve el rostro deformado de un país mentiroso y una sociedad cómplice.

© Xavi Romero, marzo 2018

Yo, Tonya (Craig Gillespie) no es una película redonda ni original. Afortunadamente, eso sí, rehúye con bastante éxito los tics del típico biopic televisivo. Como todo el mundo ha destacado, su ritmo vertiginoso -acompañado de voz over, rupturas de la cuarta pared (miradas a cámara de los personajes en el pasado haciendo comentarios desde el presente) y una banda sonora plagada de clásicos del pop-rock (mayoritariamente setenteros) que propulsan casi cada escena- bebe del cine de Martin Scorsese, ya sea directa (Goodfellas) o indirectamente (Boogie Nights de P.T.Anderson). Más interesante es su acercamiento al falso documental, así como su retrato irónico e hiperrealista pero, a su vez, voluntariamente contradictorio de un personaje real vivo, elementos que nos pueden remitir, por su parte, al Richard Linklater de Bernie (2011) o a The Disaster Artist (James Franco, 2017). Quizá, como estas últimas, Yo, Tonya está condenada a vivir en un segundo plano crítico pese a que, con sus virtudes y defectos, nos diga mucho más sobre la realidad americana y sobre cómo representarla audiovisualmente que otras películas “de prestigio”.

 

La lucha del personaje de Tonya Harding (Margot Robbie) por imponer su relato sobre unos hechos que, en mayor o menor medida, todos conocemos es la lucha de la propia película de Gillespie, que recrea el documental para derrotarlo con una desbordante batería de formas de ficción. Hay momentos realmente significativos en esta dirección, como cuando vemos a Tonya disparar contra su marido y, acto seguido, mirar a cámara asegurando: “I never did this”. Gillespie le concede así a la Tonya de ficción una venganza catártica, a la vez que preserva la versión de la Tonya real. Aparentemente más intrascendente, pero también más arriesgado, es el breve instante en que la madre de Tonya (impagable Allison Janey) protesta, dentro del falso documental, porque su personaje en la ficción está perdiendo protagonismo: “My storyline is disappearing right now. What the fuck!”.

 

Sin embargo, lo más interesante de la película es como logra condensar todo su discurso en el rostro de su personaje central. Un rostro continuamente agredido o emocionalmente desbordado, un rostro atormentado, vulgar y transparente. En él reside “la verdad”, por ello, hacia el final, la madre de Tonya insiste en ver la actuación olímpica de su hija en una pequeña televisión del bar en el que está trabajando, no porque le interese lo bien que lo pueda hacer, sino para poder verle la cara al finalizar su performance. Esta preocupación facial desembocará, poco después, en una breve escena, la más poderosa de toda la función, que contrasta con el vértigo sonoro y visual al que hacíamos mención al principio del texto. Se trata de un silencioso plano fijo de apenas un minuto en el que una estupenda Robbie resume en su cara las contradicciones y la lucha interior de su personaje, así como la forma y el fondo de todo el filme:

Tonya está sola en su camerino, preparándose para su actuación en los Juegos Olímpicos de 1994, convertida ya en principal sospechosa de la agresión a su contrincante Nancy Carrigan y, como tal, en ese “alguien a quien odiar” que necesita América. Tras unos breves segundos de mirada intensa, Tonya aprieta la boca y, con rabia, se pinta una franja roja en cada mejilla. Es un primer gesto que, casualmente o no, remite al de los indios del western antes de entrar en batalla, es decir, a la marca de rebeldía del Otro. Por un momento Tonya parece reafirmarse y fortalecerse. Al extender el maquillaje, sin embargo, su gesto se tuerce. Se ha puesto demasiada pintura y se autocastiga manchándose la frente. Su aspecto es ahora el de una payasa, presagio del objeto de mofa en que estaba a punto de convertirse la patinadora, y por ello baja la mirada, avergonzada. Intenta arreglarlo pero es imposible. Al borde del llanto, su rostro se descompone. Sin embargo, Tonya vuelve a mirarse (a mirarnos) y dibuja una amplia (y falsa) sonrisa, en un último esfuerzo por encajar, por ser la princesa impoluta que exige América. Su cara, no obstante, es ya tan solo una máscara monstruosa, patética. En menos de un minuto, el rostro de Harding-Robbie ha pasado del western al drama, del drama a la comedia, de la comedia de vuelta al drama y de éste al terror. La fusión de géneros refleja la complejidad del relato de la verdad, como el espejo nos devuelve el rostro deformado de un país mentiroso y una sociedad cómplice.

© Xavi Romero, marzo 2018

Yo, Tonya (Craig Gillespie) no es una película redonda ni original. Afortunadamente, eso sí, rehúye con bastante éxito los tics del típico biopic televisivo. Como todo el mundo ha destacado, su ritmo vertiginoso -acompañado de voz over, rupturas de la cuarta pared (miradas a cámara de los personajes en el pasado haciendo comentarios desde el presente) y una banda sonora plagada de clásicos del pop-rock (mayoritariamente setenteros) que propulsan casi cada escena- bebe del cine de Martin Scorsese, ya sea directa (Goodfellas) o indirectamente (Boogie Nights de P.T.Anderson). Más interesante es su acercamiento al falso documental, así como su retrato irónico e hiperrealista pero, a su vez, voluntariamente contradictorio de un personaje real vivo, elementos que nos pueden remitir, por su parte, al Richard Linklater de Bernie (2011) o a The Disaster Artist (James Franco, 2017). Quizá, como estas últimas, Yo, Tonya está condenada a vivir en un segundo plano crítico pese a que, con sus virtudes y defectos, nos diga mucho más sobre la realidad americana y sobre cómo representarla audiovisualmente que otras películas “de prestigio”.

 

La lucha del personaje de Tonya Harding (Margot Robbie) por imponer su relato sobre unos hechos que, en mayor o menor medida, todos conocemos es la lucha de la propia película de Gillespie, que recrea el documental para derrotarlo con una desbordante batería de formas de ficción. Hay momentos realmente significativos en esta dirección, como cuando vemos a Tonya disparar contra su marido y, acto seguido, mirar a cámara asegurando: “I never did this”. Gillespie le concede así a la Tonya de ficción una venganza catártica, a la vez que preserva la versión de la Tonya real. Aparentemente más intrascendente, pero también más arriesgado, es el breve instante en que la madre de Tonya (impagable Allison Janey) protesta, dentro del falso documental, porque su personaje en la ficción está perdiendo protagonismo: “My storyline is disappearing right now. What the fuck!”.

 

Sin embargo, lo más interesante de la película es como logra condensar todo su discurso en el rostro de su personaje central. Un rostro continuamente agredido o emocionalmente desbordado, un rostro atormentado, vulgar y transparente. En él reside “la verdad”, por ello, hacia el final, la madre de Tonya insiste en ver la actuación olímpica de su hija en una pequeña televisión del bar en el que está trabajando, no porque le interese lo bien que lo pueda hacer, sino para poder verle la cara al finalizar su performance. Esta preocupación facial desembocará, poco después, en una breve escena, la más poderosa de toda la función, que contrasta con el vértigo sonoro y visual al que hacíamos mención al principio del texto. Se trata de un silencioso plano fijo de apenas un minuto en el que una estupenda Robbie resume en su cara las contradicciones y la lucha interior de su personaje, así como la forma y el fondo de todo el filme:

Tonya está sola en su camerino, preparándose para su actuación en los Juegos Olímpicos de 1994, convertida ya en principal sospechosa de la agresión a su contrincante Nancy Carrigan y, como tal, en ese “alguien a quien odiar” que necesita América. Tras unos breves segundos de mirada intensa, Tonya aprieta la boca y, con rabia, se pinta una franja roja en cada mejilla. Es un primer gesto que, casualmente o no, remite al de los indios del western antes de entrar en batalla, es decir, a la marca de rebeldía del Otro. Por un momento Tonya parece reafirmarse y fortalecerse. Al extender el maquillaje, sin embargo, su gesto se tuerce. Se ha puesto demasiada pintura y se autocastiga manchándose la frente. Su aspecto es ahora el de una payasa, presagio del objeto de mofa en que estaba a punto de convertirse la patinadora, y por ello baja la mirada, avergonzada. Intenta arreglarlo pero es imposible. Al borde del llanto, su rostro se descompone. Sin embargo, Tonya vuelve a mirarse (a mirarnos) y dibuja una amplia (y falsa) sonrisa, en un último esfuerzo por encajar, por ser la princesa impoluta que exige América. Su cara, no obstante, es ya tan solo una máscara monstruosa, patética. En menos de un minuto, el rostro de Harding-Robbie ha pasado del western al drama, del drama a la comedia, de la comedia de vuelta al drama y de éste al terror. La fusión de géneros refleja la complejidad del relato de la verdad, como el espejo nos devuelve el rostro deformado de un país mentiroso y una sociedad cómplice.

© Xavi Romero, marzo 2018

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