El cronista y el fallo
Cubrir el Festival de Sitges es toda una aventura. La acción arranca con la publicación del vasto programa (alrededor de 200 películas). Unos días de investigación, para confeccionar una lista de preferencias, preceden al día en que, a una hora señalada, te peleas con una red saturada. El objetivo: reservar todo lo que te interesa en los pases que te van mejor. Al pertenecer a los márgenes de la prensa y estar exento de presiones informativas, este cronista acaba descartando la mitad de los títulos de la sección competitiva. Los 32 de esta edición siguen siendo demasiados. Y en secciones paralelas hay algunas propuestas, a priori, más prometedoras. Tener un tiempo razonable para comer y evitar horarios intempestivos son también cuestiones prioritarias. Si sumamos una capacidad mental limitada para digerir tanto cine, el resultado es una media de tres películas vistas por día, cuando tu cupo es de cinco. El riesgo que uno corre es perderse la que, a la postre, gana el premio gordo. Y eso es lo que ha ocurrido este año.
Pese a ello, la visión de conjunto permite hacer una reflexión en torno al fallo del jurado. Una elección que nos cogió con el pie cambiado. Y es que en un año en el que se había puesto el énfasis en las mujeres realizadoras, y en el que el drama fantástico había dejado en segundo plano al terror y al gore, el jurado de la 55ª edición del Festival de Sitges se decantó por la finlandesa Sisu, cinta bélica, con aires de western y de acción sangrienta. No solo obtuvo el premio a la mejor película (convirtiendo a Jalmari Helander, doce años después de Rare Exports, en el primer director en ganar dos veces este galardón), sino que también se adjudicó los de mejor interpretación masculina, música y fotografía. Por si esto fuera poco, el premio especial del jurado recayó en Project Wolf Hunting, del coreano Kim Hong-sun, otra cinta de acción, aún más salvaje y gore, en la que un grupo de presidiarios se amotina en un buque de carga. Los premios a la mejor dirección y al mejor guión fueron a parar a los ya consagrados Ti West y Quentin Dupieux, respectivamente. El primero por Pearl, precuela de X (2022), y Dupieux, ex aequo consigo mismo, por Increíble pero cierto y Fumar provoca tos.
Sería muy aventurado interpretar este palmarés como una reacción testosterónica. Y no lo digo porque tres de los cinco miembros del jurado fueran mujeres. Pero llama la atención que una de ellas, la escritora argentina Mariana Enríquez, participara el segundo día del festival en una mesa redonda, donde se expresó la necesidad de que más autoras se abrieran a tratar temas que no atañan directamente a las mujeres. Durante todo el festival, cada proyección de una película dirigida por una cineasta vino precedida de un cartel con la ginoide de Metrópolis (Fritz Lang, 1927) y el lema “Woman In Fan”, seguido de un mini-corto reivindicando a la pionera Alice Guy-Blaché. Pero lo cierto es que solo siete de los 32 filmes de la sección oficial competitiva estaban dirigidos por mujeres. Y los siete, por cierto, de temática "femenina". Las cifras empeoran si miramos la sección oficial fuera de competición, donde la debutante Carlota Pereda, con su celebrada Cerdita, fue la única mujer de un total de quince autores. La sección Noves Visions ofreció el menor desequilibrio de fuerzas: cinco de quince. Se están haciendo esfuerzos loables pero aún queda mucho por hacer.
Histeria de la feminidad
De todas las películas vistas que trataron cuestiones de género, centrándose en la psique de la mujer, Resurrection (Andrew Semans) es la única dirigida por un hombre. Protagonizada de manera contundente por Rebecca Hall y Tim Roth, Resurrection es un cuento de terror sin apariencia de tal, que aborda la maternidad desde una doble óptica: la educación de una hija adolescente y el trauma por la pérdida de un hijo. David, el ogro, reaparece en la vida de su ex mujer para atormentarla. Asegura que devoró al hijo de ambos, siendo este un bebé, y que ahora lo lleva dentro… vivo. Semans juega bien la baza de la doble lectura, sin necesidad de engañar al espectador. Son los demás personajes (el amante y la hija) los que van a dudar de la veracidad del relato de Margaret. Otra cosa es si debemos interpretarlo de manera más literal o metafórica. Poco importa. La tensión narrativa está bien construida y la forma se adapta, sin mayores estridencias, al progresivo deterioro mental de la protagonista. Margaret es un personaje complejo, resultado de las presiones de una sociedad todavía muy machista. El monólogo de siete minutos de Rebecca Hall, en primer plano y sobre fondo negro, y un truculento final, discutible pero coherente con el punto de vista escogido por el autor, serán los momentos más recordados.
El acoso o delirio de una mujer es la base argumental de Watcher, un film de suspense, con asesino en serie, mucho más convencional. El primer largo de Chloe Okuno retoma la figura de la mujer enclaustrada. Julia (Maika Monroe) se muda a Rumanía por un traslado profesional de su novio. Reconvertida en ama de casa, pronto descubrirá que alguien la observa desde el edificio de enfrente. Pero, claro, nadie la cree. Watcher tiene una factura muy clásica, de herencia hitchcockiana. Visualmente remite a muchos thrillers de los 80 y 90. No falta la escena del acosador y la acosada solos en un vagón de metro, por ejemplo. Los referentes pueden ser varios, pero a mí me vino a la cabeza aquel trabajo de John Carpenter para la televisión, Someone’s Watching Me (1978). Como en esta, la protagonista se enfrenta a la incredulidad circundante y acaba resolviendo el asunto por sí misma. En el plano final, Okuno insinúa incluso una ruptura de pareja.
Esa misma autosuficiencia femenina está explicitada en Huesera. El también debut de la mexicana Michelle Garza se centra en la neurosis de Valeria, una mujer embarazada (1). Garza no se contenta con mostrar el miedo a ser madre, sino que rompe el tabú de que una mujer pueda no desear al fruto de su vientre. Las reacciones alrededor de Valeria y, de nuevo, su enclaustramiento hogareño remiten ahora a Polanski y La semilla del diablo (1968). Formalmente es correcta, pero no ofrece nada nuevo. Que nadie crea a Valeria (una sobresaliente Natalia Solián) está, en este caso, justificado. Pero, de nuevo, lo importante aquí es que la crisis psicótica es consecuencia de la presión social. La cuestión de la identidad sexual desvía un poco la atención. Garza fuerza un poco la máquina con un flashback y una historia de amor que no funcionan del todo. El personaje de la tía solterona, un espejo que podría haber dado aún más de sí, nos acabará conduciendo a la brujería (o el chamanismo) como ritual de paso y aceptación.
Si nos detenemos en la brujería, tenemos que hablar de Nightsiren (Teresa Nvotová). Llegó a Sitges con el premio Cineasti del Presente de Locarno bajo el brazo, y se fue con el Méliès d’Argent a la mejor producción europea. Reconocimientos que escapan a mi entendimiento. Pese a inscribirse en el subgénero del folk horror, Nightsiren muestra muy poco interés por las brujas o la mitología. De hecho, el personaje de la “bruja” queda totalmente desplazado hasta el final, en detrimento de dos jóvenes lozanas que lucen sus normativos cuerpos en medio de un entorno hostil y retrógrado. La película empieza con la muerte de una niña que cae por un acantilado, a causa de un empujón involuntario de su hermana mayor. No conformes con ello, Nvotová y su coguionista recargan el guión con múltiples dramas. El mensaje feminista, por mucho que empaticemos con él, es demasiado obvio. El poblado incluye a una lesbiana reprimida a la que, en una escena confusa, veremos absorbida por un aquelarre de jóvenes brujas desnudas, contorneándose alrededor de una fogata. Para que no se diga, tenemos también un chico (joven y guapo, claro) que, a diferencia del resto de hombres del lugar, ni es machista ni vulgar. No sabemos de dónde sale y, una vez cumplida su función (echar un polvo con la protagonista, quien resplandece entonces con purpurina), desaparece del mapa.
Los cinco diablos, segunda película de Léa Mysius, tras Ava (2017), también retrata a dos mujeres en una localidad represiva. Joanne (estupenda Adèle Exarchopoulos) es una mujer casada que tiene un vínculo especial con su hija de ocho años, Vicky. La niña es la brujita más original de los últimos años: tiene una capacidad olfativa extraordinaria y crea unos mejunjes, con olores de personas, que la transportan al pasado de las mismas. La llegada de Julia, la cuñada de Joanne, ocasionará un giro inesperado al relato. La historia de amor en flashback y los efectos de rememorarlo en el presente están, aquí sí, muy bien hilvanados. Y lo que es más, llegan a emocionar. Desafortunadamente, Mysius cae en algunos subrayados. Especialmente llamativo es el de la omnipresente foto de la boda para advertirnos de que el matrimonio no es feliz. Un exceso de atención por recomponer las piezas de su elaborado y misterioso entramado narrativo le restan algo de valor a un trabajo, por otra parte, de lo más sugerente.
Transformaciones, resurrecciones, renacimientos
Conocer la esencia de su madre permite a la pequeña Vicky redescubrir a su progenitora y aligerar la dependencia absoluta que tenía de ella. Experimenta, por tanto, un crecimiento psicológico. Otras dos películas que han puesto el foco en la iniciación infantil femenina son Ego (Hatching) (Hanna Bergholm) y Blaze (Del Kathryn Barton). La primera presenta también una relación materno-filial excesivamente dependiente. Tinja tiene 12 años. Es una hija modélica que practica gimnasia rítmica. Su madre, narcisista y adicta a las redes sociales, la presiona para que sea perfecta en dicha disciplina. En su primer largo, la finlandesa Hannah Bergholm mezcla un poco de todo. Su retrato inicial de una familia burguesa acomodada nos pone en contexto con acierto. La metáfora de la rabia contenida y la infelicidad reprimida, a través de un huevo incubado en un oso de peluche, así como la aparición de la figura del döppleganger, son estimulantes. Ego se acerca por aquí al Cronemberg de Cromosoma 3 (1979) o La mosca (1986), pero desde una óptica más fabuladora y con animatronic incluido (una decisión acertada, no exenta de cierto riesgo). Sin embargo, ay, acumula elementos explicativos y cae en la dinámica de los sustos fáciles y los subrayados sonoros. La tensión acaba resultando, así, bastante más epidérmica que la de sus referentes.
El caso de Blaze es más grave. Otra niña de 12 años, Blaze, presencia una brutal violación y asesinato. Incapaz de reaccionar, queda traumatizada, arrastrando además un sentimiento de culpa. Su vía de escape es una imaginación desbordante que la también debutante Del Kathryn Barton despliega profusamente en pantalla. Y no, el problema no radica en el ocasional uso de animación en stop motion, aunque tampoco aporte nada como fuga poética. Ni siquiera en el aparatoso dragón que ocupa la habitación de la niña. El problema es que Blaze es un videoclip largo, tan explícito y sobrecargado que apenas da respiro. Al final, una recopilación de imágenes montadas con celeridad confirma la mediocridad del film. Con todo, la peor decisión de Barton es montar la escena de la violación, rozando así la estetización de algo tan abominable, cuando podría haber mantenido, por ejemplo, un plano fijo desde la perspectiva de la niña. Malos tiempos para la sutileza.
Donde encontramos dos niñas ya totalmente autosuficientes es en los mundos distópicos de Vesper (Kristina Buozyte y Bruno Samper) y Polaris (Kirsten Carthew). La primera entroncaría con el tema ecológico y la vegetación mutante que tuvieron un notable protagonismo en la edición del año pasado, con títulos como In the Earth (Ben Wheatley) o Gaia (Jaco Bouwer). No obstante, y al contrario que estas, Vesper nos sitúa en un futuro lejano, posterior al fracaso humano frente al cambio climático. El mundo ci-fi barroco de la pareja Buozyte-Samper es visualmente meritorio, teniendo en cuenta su presupuesto. El personaje de Vesper, una niña de 13 años capaz de modificar plantas genéticamente, y que cuida de su padre inválido, se pasea, sin embargo, por un guión bastante endeble. Quizá una serie televisiva habría sido un contenedor más adecuado para condensar tanta información y desarrollar mejor las consecuencias de un complejo sistema oligárquico.
Como Vesper, Polaris es una eco-aventura de ciencia-ficción y estética steampunk, aunque aquí en un paisaje mucho más minimalista. Estamos en el año 2144 y atravesamos una nueva edad de hielo, un escenario postapocalíptico y salvaje, análogo al de Mad Max, que Carthew ya esbozara en su corto Fish Out of Water (2015) (2). La canadiense imagina un mundo poblado exclusivamente por mujeres (aunque muy distinto al planeta After Blue que Bertrand Mandico nos trajo el año pasado) y un idioma inventado que deja sin subtitular. Sumi, la protagonista, es una niña que intenta reencontrase con el oso polar que la crió. Hasta aquí, Polaris funciona como experiencia inmersiva. Sin embargo, la aparición de una mujer (Frozen Girl) deriva el relato hacia la construcción de un vínculo que no acaba de cuajar. La historia se vuelve más lineal y parece correr de más para alcanzar una conclusión mágica, un poco kitsch, que nos hace replantear todo lo visto desde una perspectiva mitológica interesante. Una transformación lumínica, que no desvelaré, nos conduce a la siguiente película.
Ocho años después de Vincent (2014), el cineasta y alpinista Thomas Salvador nos habla de la soledad, la alienación del individuo en la sociedad actual y la adicción que puede provocar la montaña. La montagne es una película llamada a dividir, del mismo modo que ella misma se divide radicalmente en dos partes, de desigual duración, una naturalista y otra fantástica. A Salvador le basta un plano para presentar el conflicto interno de Pierre, el protagonista que encarna el propio director. La huida a los Alpes es inmediata. Por eso esta primera parte, que incide en lo mismo sin añadir apenas nada, se me antoja un poco larga. El posterior giro a lo fantástico es desconcertante. Es de agradecer, no obstante, que surja sin estridencias, sin una banda sonora que te indique lo que debes sentir al respecto. En esta parte final, Salvador se recrea en su particular manera de mostrar la fusión del personaje con la naturaleza y su renacimiento. El cuerpo se descompone (inevitable pensar en Jonathan Glazer y Under The Skin), se vuelve etéreo, por unos minutos, para acabar siendo expulsado por las rocas como si de un parto se tratara. Renovado, literalmente lleno de luz, Pierre ya está listo para reintegrarse a la sociedad.
También brilla, por momentos, el personaje de Tony, el hermano mayor de la interesante Summer Scars, primer largo de Simon Rieth. Más que un renacimiento, lo que tenemos aquí es una resurrección. Al inicio del film, Tony cae por un acantilado. Su hermano Noé, con quien estaba jugando, baja a socorrerlo. Aparentemente está muerto, pero… La original propuesta de Reith muestra la relación de dependencia (una auténtica condena) entre un joven con un extraño poder y un cuerpo que necesita morir cada cierto tiempo para volver a la vida. El duelo, la aceptación de la muerte, el paso a la edad adulta, la envidia o el amor son algunos de los temas que podemos rastrear. Pero lo que sorprende aquí es la puesta en escena, una mezcla de realismo y fantasía, con alguna que otra fuga onírica.
Acabamos el capítulo de transformaciones con la más surrealista de todas, la de Piaffe, primer largo de ficción de la israelí Ann Oren. A causa de una crisis nerviosa de su hermana, Eva se ve obligada a substituirla como artista de Foley para un anuncio con caballos. Su entrega e identificación con el animal acaban provocando que, poco a poco, le brote una cola de caballo. La naturalidad con que se asume la mutación, así como el funcionamiento de la institución en la que se recupera la hermana, le dan al film un aire kafkiano, cercano al universo de Lucile Hadzihalilovic. Piaffe es una obra sensual en la que se adivinan cuestiones relacionadas con la identidad sexual, la sumisión o el patriarcado. El poder transformador del dispositivo cinematográfico y el empleo del sonido como un elemento disruptivo de la realidad (ahora cabría citar a Peter Strickland) también están presentes. Demasiados temas y referentes condensados en algunas imágenes sugerentes, pero que se digieren demasiado rápido.
Envueltos en la oscuridad
Speak No Evil (Christian Tafdrup) y Megalomaniac (Karim Ouelhaj) llegaban con la vitola de ser las propuestas más oscuras y provocadoras de Sitges 2022. El director de la primera, sin ir más lejos, aseguró en la presentación que él y su hermano se habían propuesto “hacer la película más perturbadora de la historia del cine danés”. Con semejante premisa, la decepción estaba asegurada. Speak No Evil es una retahíla de elementos recalentados de otras películas. Al principio, el envite entre las dos parejas protagonistas, así como la ironía con respecto a la corrección política del matrimonio danés, ofrecen algún momento reseñable. La invasión paulatina en la vida de estos últimos constata la influencia de Michael Haneke. Pero los Tafdrup parecen no saber qué es lo que realmente hace de Funny Games un film inquietante. Para ellos, la crueldad es solo una excusa narrativa. Después de algún que otro giro poco creíble, el brutal desenlace puede que todavía llegue a impactar, pero no remueve nada en nuestro interior.
El belga Karim Ouelhaj sí crea una atmósfera verdaderamente malsana en Megalomaniac. Pero, por desgracia, la tira por la borda cuando opta por una violencia coreografiada y mal montada. Ouelhaj evoca la figura del Carnicero de Mons, descuartizador de mujeres solitarias en los años 90, e imagina la convivencia de este con su hermana, en una auténtica casa de los horrores. El mayor logro de la cinta es hacer de Martha, una mujer víctima de abusos y vejaciones en el trabajo, la figura central. La física, muy visceral, interpretación de Eline Schumacher es digna de mención.
La oscuridad y el cuerpo cobran protagonismo escénico en Jerk (Gisèle Vienne), que también se centra en un asesino en serie real, el tristemente célebre Dean Corll (alias Candyman) de los años 70 en Texas. En su debut tras la cámara, la coreógrafa francesa adapta su propia obra de teatro con el mismo afán minimalista y sin ocultar su origen (hasta inserta risas nerviosas de un público invisible). Jonathan Capdeville se sumerge en la negra alma del asesino, con un monólogo de casi una hora de duración. Envuelto en la oscuridad y armado con unas cuantas marionetas, el actor hace de su cuerpo (sonidos guturales y saliva incluidos) una caja de resonancia del horror en estado puro. Jerk trata la representación como una agresión, el relato de lo acontecido como una apertura en canal de la condición humana. En este sentido, es elocuente la camiseta que lleva el actor en escena, con el dibujo de una sombra chinesca (unas manos recreando a un perro) y la frase “humanity is overrated”. Pese a esta referencia a la capacidad que tiene el cine de revelar nuestro lado oscuro y animal, podríamos discutir si la aportación del dispositivo cinematográfico, con respecto a la pieza teatral, es suficientemente significativa, más allá del primer plano. Pero no cabe duda de que, con una operación radicalmente opuesta a la de Speak No Evil, el resultado aquí sí es absolutamente perturbador.
Dos puntos de partida muy prometedores tuvieron en común el protagonismo de la oscuridad circundante como un ente amenazador. En La Tour, Guillaume Nicloux encierra a sus personajes en un edificio rodeado por un voraz agujero negro. El largo y obligado confinamiento hace aflorar, por supuesto, lo peor del ser humano. El machismo, el racismo o el fanatismo religioso se imponen en una barbarie organizada y una imparable degradación social y moral. La Tour se aproxima a la novela Rascacielos de J.G.Ballard (o la adaptación cinematográfica que realizó Ben Wheatley en 2015, High-Rise), pero también podríamos emparentarla a un título más de género como La niebla (1980) de John Carpenter o incluso a El ángel exterminador (1962) de Buñuel. Quizá la situación de los vecinos degenere demasiado rápido, pero es precisamente en las elipsis donde Nicloux ofrece señales de autoría más firmes. Su alegoría sobre la nada acaba sucumbiendo, sin embargo, a las presiones de la narrativa, perdiendo así buena parte de su atractivo.
Si La Tour imagina el fin del mundo, The Origin (Andrew Cumming), nos devuelve ni más ni menos que al Paleolítico. Como Polaris, la lengua que escuchamos es inventada, pero aquí sí hay subtítulos. No en vano, la película se abre con un grupo reducido de neandertales contando historias alrededor de una hoguera. Una convención tan propia del género de terror es aquí muy significativa. El primitivo miedo a la noche se funde con la necesidad y el origen del storytelling. Cumming sienta las bases para un estudio antropológico y, al mismo tiempo, una reflexión sobre el relato surgido de la oscuridad, es decir, el cine. Por eso es más decepcionante el desarrollo posterior: carreras, gritos, sustos, música épica... Y trampas visuales para hacernos creer lo que le interesa en cada momento. Lo más interesante que tenía The Origin en esencia queda reducido, de esta manera, a una revelación final que, a esas alturas, ya solo resulta anecdótica.
El narrador y el metarrelato
También Quentin Dupieux reúne a los protagonistas de la hilarante Fumar provoca tos alrededor de una fogata para contar historias. “¿Qué es esto? ¿Historias de la cripta?”, se pregunta uno de ellos. Y sí, estamos ante una película episódica pero, como siempre, Dupieux frustra todas nuestras expectativas. Para empezar, los protagonistas no son adolescentes de acampada, sino una suerte de Power Rangers de serie Z -armados con sustancias químicas del tabaco- en un retiro de team building. Tras un primer relato brillante (inolvidable ese antiguo casco de pensar), el segundo justiciero no encontrará la oportunidad de explicar su historia. Una niña perdida y hasta una barracuda asándose a la plancha (!) se le adelantan. Subversión del cine de superhéroes, una reflexión sobre el fin del mundo… Poco importan las intenciones del cineasta, si es que las tiene. El loop en el que entra el robot de la pandilla al final (colgado mientras intenta abortar una fatídica misión) deja en suspenso cualquier atisbo de conclusión. La estructura escogida por Dupieux y la propia existencia de su cine subrayan la importancia de contarnos historias sin fin. Quizá sea esta la mejor manera de ordenar la desbordante imaginación del autor de Mandíbulas (2020).
Hijo adoptivo de Sitges desde 2010, con la ya legendaria Rubber, Dupieux vino a presentar no una, sino dos películas. Increíble pero cierto tiene un arranque prometedor y divertido. Un agente inmobiliario cuenta, con parsimonia, las increíbles propiedades de una casa que una pareja se dispone a comprar. Un conducto subterráneo que te devuelve al mismo lugar pero doce horas más tarde, hacía presagiar algo en la línea de Más allá de los dos minutos infinitos, la joyita que nos regaló Junta Yamaguchi el año pasado. Pero Dupieux, experto en pistas falsas, se contradice y añade entonces un rejuvenecimiento de tres días cada vez que se pasa por el mencionado conducto. La obsesión por la belleza juvenil (ya tratada en Steak, su opera prima de 2007) se convierte en el tema central y, por ahí, la cosa se estanca. Un largo y acelerado montaje elíptico parece confesarnos que, efectivamente, el relato no da para mucho más. Quizá una pieza menor, pero que acabará formando parte de ese gran collage de lo absurdo en que se está convirtiendo la obra del cineasta y músico francés.
También nos hicieron reír los hermanos Boukherma con L’année du requin. Su anterior película, la notable Teddy (2020), empezaba con una emisora de radio anunciando la presencia de un tiburón en la costa. Otra pista falsa, ya que lo que seguía a continuación era un film sobre un adolescente licántropo. Ha sido ahora cuando los Boukherma han desarrollado su particular versión de Tiburón (Spielberg, 1975). De hecho, casi se diría que la han rodado como si esta no existiera, como si estuvieran inventando Tiburón, pero en un provinciano pueblo costero francés. El cambio climático, el avance de la ultraderecha, la intolerancia o la lucha feminista, son temas que aparecen con la ligereza de una brisa, pero no por ello de manera menos pertinente y punzante. El matrimonio formado por una jefa de policía a punto de retirarse y su paciente marido, recuerda al de Fargo (Coen, 1996). Pero, más allá de referencias, L’année du requin se resuelve con personalidad propia, inteligencia y mucho sentido del humor. La revelación final del narrador en off señala, en primer lugar, que cualquiera puede ejercer ese papel hoy en día y enfatiza, en segundo, la necesidad del relato.
El poder de la narración y de la imagen se explicitan en las dos últimas películas que voy a comentar, la irlandesa LOLA (Andrew Legge) y la filipina Leonor Will Never Die (Martika Ramírez Escobar). Ambientada en 1941, LOLA recurre al found footage y el mockumentary, pero solo como medios expresivos. Su argumento, de viajes en el tiempo, no admite confusión posible con la realidad. El filme se mueve en la órbita de Zelig (Woody Allen, 1983), influencia aún más evidente en The Chronoscope (2009) (3), el corto de Legge que sirve de base a LOLA. LOLA es una máquina capaz de transmitir imágenes del futuro (en The Chronoscope son del pasado). Un juguete que se transforma en arma cuando sus inventoras intenten frenar el auge del nazismo. Pero, claro, como toda ficción sobre viajes en el tiempo, cualquier alteración tiene sus consecuencias. Y aquí Legge propone pequeñas maldades, a la par que homenajes a referentes culturales como Bowie o Kubrick (guiño final incluido al famoso último plano de El resplandor). LOLA enfatiza el poder liberador y catártico de la música, y nos advierte de que el cine puede avanzar el futuro, mostrándonos mundos alternativos.
Sin caer en lo nostálgico, Leonor Will Never Die reivindica el acto de hacer cine como sea y, en particular, el cine de acción filipino de serie B, a través de una guionista mayor que lleva años sin trabajar. Tras quedarse en coma (un televisor lanzado por un balcón le impacta en la cabeza), la protagonista entra en su propia ficción, un guión inacabado que había retomado justo antes del accidente. Encontrar un final para su obra, una reconciliación familiar y una salida para su estado se funden en la misma cosa. Que los personajes de la ficción parezcan tratarla mejor que su propia familia es una manera original de enfatizar la soledad de la mujer, tema aún más evidente en Pusong Bato (2014) (4), el corto germen de Leonor, en el que los protagonistas son una actriz venida a menos y el cine romántico filipino. Quizás las bromas no siempre funcionan y, al final, Ramírez Escobar riza el rizo metalengüístico, lo que casi arruina una historia ya suficientemente rica y conmovedora de por sí. Pero ese final abierto, en el que la ficción se rebela para coger de la mano a la vida, me parece (junto con el mencionado loop del robot de Fumar provoca tos) la metáfora más inteligente de lo visto este año en Sitges. Y la mejor manera de acabar esta larga y espero que no muy pesada crónica. Porque el mundo, a estas alturas, ya está hecho de cine y resulta imposible mirar uno sin ver el otro. Y cuando crees que uno se acaba, siempre nos queda una historia que contarnos alrededor de una fogata.
© Xavier Romero, noviembre 2022
(1) Aunque no la haya visto, es pertinente citar aquí la inclusión en la sección competitiva de otra opera prima sobre el delirio de una mujer embarazada: Nightmare, de la noruega Kjersti Helen Rasmussen.
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