
Hay que reconocerle a Filmin su voluntad quijotesca, primero por levantar una plataforma de streaming independiente ante gigantes de la globalización, y luego por insistir en la celebración de un festival de cine presencial en tiempos de Covid. Tras dar cobijo el año pasado a la programación de otros festivales, forzados por la pandemia, Filmin ha conseguido levantar la 11ª edición presencial del Atlántida en Palma de Mallorca, con un éxito tangible.
Este cronista, mallorquín de nacimiento, no puede más que enorgullecerse de haber podido disfrutar en casa y presencialmente de una programación excelsa, y no tener nada que envidiar a sus amigos madrileños, catalanes, andaluces o donostiarras con certámenes propios, a priori, con más solera. Las islas se reivindican con propuestas impulsadas por idealistas inagotables como Jaume Ripoll, director del festival y director editorial de Filmin, que apuesta por un festival multidisciplinar lleno de charlas, mesas redondas, laboratorios de ideas y conciertos. Además, para reforzar la marca, se incorpora definitivamente a la nomenclatura el nombre de la isla y de ahora en adelante el certamen pasa a denominarse Atlántida Mallorca Film Festival (AMFF).
Uno de los platos fuertes de esta edición, y primera gran exclusiva presencial, la trajo la premier de la primera serie de producción propia de Filmin: Doctor Portuondo, comedia de 6 episodios de media hora en la que Carlo Padial adapta su novela homónima. Padial, si acaso una de las voces más personales del posthumor hispano, nos trae su obra más accesible y amable, aunque no exenta de la incomodidad marca de la casa del autor. De tintes totalmente woodyallenianos, la serie pone su foco en la terapia y el psicoanálisis como forma de vida del alter ego de Padial, interpretado fielmente por Nacho Sánchez. Un rescatado y divertidísimo Jorge Perugorría da vida al doctor del título. Lo mejor que se puede decir de Doctor Portuondo, tras la visión de sus dos primeros capítulos, es que deja con ganas de saber cómo continúa, si bien se echa en falta al Padial más radical de Taller Capuchoc (2014) o Algo muy gordo (2017). En todo caso, un producto ya seminal en la historia del streaming español.
El AMFF se apunta también un tanto histórico al traer en exclusiva a Mallorca la última película de Leos Carax, Annette, pocos días después de inaugurar el Festival de Cannes, donde obtuvo el premio al mejor director. Carax no decepciona y construye un musical excesivo, barroco y, a primera vista, inabarcable en sus intenciones. Tras un prólogo metarrepresentacional, que se mira directamente en el de Holy Motors (2012), Annette propone la inmersión en un musical puro que se mueve dentro del mundo del show business, el stand up, la ópera, el Metoo y la prensa rosa, en un entorno urbano con tintes trágicos que envuelve un historia de amor al límite. Con las sorpresas habituales del autor -que no conviene desvelar-, Annette destaca por su ritmo frenético, el titánico trabajo interpretativo de Adam Driver y el tono dolorosamente trágico que impregna todo el relato. Pone música y letras el grupo de culto Sparks, al que Edgar Wright ha dedicado este mismo año el documental The Sparks Brothers (2021).

El mismo año en que Sparks iniciaba su carrera discográfica, Luchino Visconti filmaba Muerte en Venecia (1971), una película sobre la mirada ejercida sobre la belleza absoluta, encarnada en el niño Tadzio (Björn Andrésen). 50 años después, esa misma belleza toma la palabra para contar su propia historia en The Most Beautiful Boy in the World (Kristina Lindström y Kristian Petri, 2021), una de las grandes revelaciones del festival.
Un magnífico uso de imágenes de archivo nos muestra, entre otras perlas, la audición de un Andrésen de 15 años, en la que Visconti toma el papel de Dirk Bogarde en su película -el de quien mira con delectación-, mientras que el niño aparece como un ser inocente abusado y posteriormente abandonado. La cinta despliega una narración hábil, que sabe esconder información y dosificarla para que reformulemos nuestra mirada. Tras hora y media de metraje, cuando ya conocemos la sórdida historia personal de Andrésen, los directores nos vuelven a enfrentar a su audición con Visconti. Y así cambia nuestra mirada hacia Muerte en Venecia, hacia Visconti y hacia nosotros mismos. The Most Beautiful Boy in the World es una excelente tesis sobre la reformulación de los sistemas de valores, sobre la transformación de la mirada, mediante la exposición de lo bello, no como privilegiado, sino como víctima. La historia sobre el precio de la fama y la belleza no deja de ser un gigantesco viaje sobre el dolor y el tiempo.
No quiero dejar de señalar el emocionante pase del film en una sala repleta, con la presencia de un envejecido Björn Andrésen, que se enfrentaba a sus propias imágenes y al juicio del público, en lo que pudo suponer un acto de redención culminado con una sentida ovación de diez minutos al chico más bello del mundo.
Lejos de la sordidez de la película anterior, encontramos el primer trabajo “oficial” en el cine de Alan Moore, iconoclasta, rebelde y radical genio del cómic que debuta como guionista y actor en The Show (Mitch Jenkins, 2020). Una bizarrísima ficción pulp con toques de magia, vudú y comedia, ejercida en total libertad por un Moore que sacrifica los valores de producción. La búsqueda de un misterioso objeto por parte de una especie de cazarrecompensas (excelente Tom Burke) es el punto de partida para adentrarnos en un mundo misterioso de detectives prepúber, sueños lynchianos y un humor británico cuya mezcla completa una obra que encaja perfectamente en el imaginario del autor. La cinta evidencia una falta de presupuesto alarmante para lo que quiere narrar, pero se enfrenta a todas las renegadas adaptaciones de la obra de Moore y sale triunfante. Un artefacto irregular, volátil y tremendamente efectivo que hará las delicias de cualquier fan del autor y de cualquier espectador que se quiera sentir libre ante un relato de cine negro que, eso sí, tiene tantas referencias a otros géneros que puede acabar saturando.

La que no tuvo pase presencial en Mallorca fue Max Richter’s Sleep (Natalie Johns, 2019), una verdadera lástima dado lo sensorial y experiencial de su propuesta. Creado a mayor gloria del compositor Max Richter -conocido por su partitura para la serie The Leftovers (HBO, 2014-2017)-, el film documenta los dos años del proceso de creación de Sleep, una suerte de nana sinfónica de ocho horas que recorre un ciclo regular de sueño. La composición se interpreta siempre de noche y ante centenares de camas donde el público elige (o no) dormir durante la representación. Narrada como si el propio documental transcurriera entre la vigilia y el sueño, la película tiene un tono alucinógeno plagado de bellísimos tiempos muertos de diez minutos –lo mejor del metraje- donde la música es la única protagonista. Max Richter’s Sleep es una obra descompensada que triunfa en el intento de representación de lo inmersivo, de lo experiencial, pero no tanto cuando intenta loar a un creador que, por mucho que esté a la vanguardia, está lejos de la figura mesiánica que el documental intenta construir.
© Jorge Pérez Iglesias, agosto 2021
Nota: la versión online del AMFF continúa hasta el próximo 26 de agosto en Filmin.
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