top of page

Ahora sé que temes a Dios. Sitges 2021 (2ª parte)



Capítulo 3: VIAJES PELIGROSOS


Empezábamos el capítulo anterior -dedicado a las relaciones paternofiliales- con la madre de Here Before (Stacey Gregg) intentando recuperar a su hija (o su espíritu reencarnado). En Inexorable (Fabrice Du Welz) es una hija la que intenta recobrar a su padre. En las dos películas se percibe la sombra de La mano que mece la cuna (Curtis Hanson, 1992), por esa invasión progresiva del ámbito familiar. Du Welz, un habitual de Sitges, reconoce también la influencia de títulos como Atracción fatal (1987) o Misery (1990). Pero más curioso es el parecido que podemos encontrar con una demencial video nasty de los 70 titulada La casa de la colina de paja (J.K.Clarke, 1976).


Tanto el film de Clarke como Inexorable empiezan con una entrevista a sus respectivos protagonistas, ambos escritores que han decidido refugiarse en un caserón para concentrarse en su próxima novela, tras el gran éxito de la anterior. En las dos casas entrará a trabajar una chica joven, sabedora de que el best seller no es mérito de su supuesto autor. Inexorable es un deja vu constante y no solo en lo argumental. Sorprende que alguien de la solvencia de Du Welz caiga en recursos tan fáciles como poner la música a todo volumen para generar tensión. Las interpretaciones, el granulado en la imagen -que el cineasta belga no usaba desde Alleluia (2014)- y la escena de la performance de la niña son de las pocas cosas destacables.


Como en She Will (de la que hablamos en la primera parte), una casa apartada y un entorno vacacional propician la vuelta de un pasado oscuro relacionado con la infancia. Lo mismo ocurre, si eliminamos la casa de la ecuación, en Coming Home in the Dark (James Ashcroft), película neozelandesa que podríamos definir como una home invasion pero en la carretera. Coming Home in the Dark cuenta la historia de una familia que, viajando por un gran y solitario valle, es secuestrada por un par de vagabundos. Bien caracterizados como las dos caras de una misma moneda, los dos sociópatas son resultado de su común y traumática experiencia en un orfanato… donde trabajaba el padre de la familia secuestrada. Sin decir nada nuevo, el debut de Ashcroft tiene una primera mitad tensa y bien construida. Tras la confesión del padre, pierde interés. Y hacia el final recurre a breves flashbacks que no aportan nada.

El pasado en estas películas no solo vuelve, sino que lo hace siempre para vengarse. La venganza, además, hace acto de presencia en mitad de un viaje o un periodo de descanso, es decir, durante el tránsito. En Violation (Madeleine Sims-Fewer, Dusty Mancinelli), una pareja en crisis (Miriam y Caleb) viaja de Londres a Canadá para pasar unos días en una cabaña en el bosque, junto a la hermana de ella (Greta) y su marido (Dylan). Tras beber algunas copas de más con su cuñada, y aprovechando la buena sintonía entre ellos, Dylan acaba violando a una adormecida Miriam.


Violation rehúye el rape & revenge al uso, con algunas decisiones arriesgadas. Para empezar, la venganza se desvela relativamente pronto, desprovista de su habitual función catártica y liberadora. Además, es mucho más explícita que la violación. Las autoras prefieren exponer la vulnerabilidad del hombre antes que la de la mujer. El film incluye algunos diálogos realistas destacables. Las parejas resultan creíbles (más que los personajes por separado). Pero cuesta creer la extrema frialdad en la ejecución de la venganza. La apuesta por una narrativa desestructurada –para concentrarse en las causas y efectos de la violación- es loable, pero no siempre funciona.


El viaje turístico también ha tenido su ración de cine de terror vengativo en esta edición del Festival de Sitges. Veneciafrenia (Álex de la Iglesia) empieza como Hostel (2005), pero sin la gracia de Eli Roth. Luego apunta a una confabulación de los venecianos –lo que habría sido una variante interesante de ¿Quién puede matar a un niño? (Ibáñez Serrador, 1976)- pero acaba desdeñándola. Así, ni empatizamos con los turistas ni con los habitantes de la ciudad. De la Iglesia desaprovecha las posibilidades de la laberíntica Venecia y un tema actual tan goloso como la turismofobia, relegando todo el asunto a un acto de venganza personal. De la falta de un asesor lingüístico ya hablamos otro día.


En Offseason (Mickey Keating), una mujer recibe una carta misteriosa para que acuda a la isla donde fue enterrada su madre, ya que la tumba de esta ha sido vandalizada. Acompañada de su marido, cruza un puente que (les advierten) se cerrará horas más tarde, dando por concluida la temporada turística. Una vez atravesado el puente, las leyes de la lógica saltan por los aires. Asistimos, a partir de entonces, a una pesadilla tan sencilla en el fondo como extraña en la forma. Keating juega con recursos y referentes clásicos de manera algo atropellada, pero saca buen provecho de los lugareños. Offseason es un film con sus limitaciones pero honesto.


Capítulo 4: ASÍNCRONÍAS


El tiempo se detiene en la isla de Offseason. ¿Están muertos sus habitantes? En Veneciafrenia aparece (sin motivo aparente) algo que no pertenece a ese tiempo y espacio: una imposible fiesta nocturna bajo tierra. Finalmente, como ya vimos, las brujas de She Will, quemadas en otra época, contactan con la protagonista para ayudarla a vengarse del director de cine que la violó a los 13 años. La fusión de tiempos de Última noche en el Soho (Edgar Wright) también permite desenterrar un turbio asunto de abuso machista en un entorno artístico.


Ellie, una joven aspirante a diseñadora de moda, obsesionada con la estética de los 60, consigue una beca para estudiar en Londres. Allí alquila un estudio en un edificio antiguo, donde por las noches (en principio, en sueños) se ve transportada a 1966, ocupando el cuerpo de una prometedora cantante llamada Sandie. Poco a poco, la frontera espaciotemporal se irá diluyendo y la identificación de Ellie con Sandie, complicando. Última noche en el Soho conjura el espíritu del cine clásico y ofrece una primera hora de cine deslumbrante, envolvente y muy bien narrado. Las referencias son tantas y están tan bien asimiladas que parecen ideas nuevas. Wright nos tiene atrapados y consigue que Ellie y Sandie nos importen. Pero, desgraciadamente, el argumento no para de hincharse y todo acaba virando hacia una película de acción y terror más convencional.


Las paradojas temporales más originales las han aportado la japonesa Más allá de los dos minutos infinitos (Junta Yamaguchi) y la española Tres (Juanjo Giménez). La primera empieza con un hombre joven que, tras una jornada de trabajo, se dispone a relajarse en la habitación que tiene en la planta superior de la cafetería que él mismo regenta. Pero entonces una voz, la suya propia, le llama desde la pantalla de su ordenador para explicarle que lo que está viendo es su yo del futuro, concretamente, dos minutos más tarde.


Muchos puntos de partida ingeniosos como este se agotan a la media hora. Afortunadamente, no es el caso. Más allá de los dos minutos infinitos se reinventa constantemente, logrando mantener nuestro interés hasta el último de sus medidísimos (y muy divertidos) 70 minutos. Lo hace, además, en un solo plano secuencia que no es ningún alarde gratuito, sino un recurso coherente e incluso necesario para su historia. Sin abandonar en ningún momento la comedia, su giro al suspense funciona perfectamente y, al final, hasta nos desarma con un desenlace inesperadamente emotivo.

El barceloní Juanjo Giménez nos presenta en Tres a una diseñadora de sonido que empieza a advertir una progresiva disincronía entre lo que ve y lo que oye. Al principio todo parece indicar que su extraña dolencia está provocada por el estrés, sobre todo, en su entorno familiar. La mujer desincronizada de Tres es todo un hallazgo, comparable al personaje desenfocado de Robin Williams en Desmontando a Harry (Woody Allen, 1997) -también, por cierto, en un contexto metacinematográfico. Pero lo que en el film de Allen era, básicamente, un gag genial, aquí encierra una doble lectura.


Tanto Tres como Más allá de los dos minutos infinitos pueden leerse como sendas metáforas de cómo podemos aprender de una anomalía, cómo reconectar con nuestra propia vida a través de un proceso de autoconocimiento. No solo eso, Giménez y Yamaguchi muestran (más explícitamente el segundo) su afinidad con el mundo del cómic y la ciencia ficción. Aunque, teniendo en cuenta el origen gallego de la protagonista de Tres, a mí todo esto me parece cosa de meigas


En el diseño de sonido, lo fundamental es que el efecto sonoro sea creíble al sincronizarse con la imagen, es decir, cuando pasa a compartir su mismo tiempo y, en nuestra mente, su mismo espacio. Es más, en el cine -y particularmente en el de terror- muchas veces es el sonido el que sugiere una imagen que no vemos. Taparse los ojos puede ser peor. En Sound of Violence (Alex Noyer) Alexis es una joven DJ y profesora de música que, de niña, recuperó la audición -que había perdido en un accidente de tráfico- al presenciar el brutal asesinato de su familia, desarrollando en ese mismo momento una peculiar habilidad sinestésica: los sonidos de un cuerpo agredido le producen una extática explosión de colores en su cabeza.


Estamos ante otro proceso de aprendizaje y autoconocimiento, similar al de la protagonista de Tres pero ahora en su vertiente oscura. Sound of Violence sigue la estela de otras películas que han tratado el asesinato como obra de arte. Pienso en esa rara avis que es El blanco del ojo (Donald Cammell, 1987), protagonizada por un instalador de equipos de música, capaz de visualizar el rincón idóneo para colocar unos altavoces, cerrando los ojos y emitiendo un sonido con su propia voz. Los psychokillers de ambas películas convierten sus crímenes en auténticas creaciones artísticas. Tanto Cammell como Noyer abordan la estética del asesinato, ya sea relacionada con la música o con la pintura, apoyándose en el giallo. De hecho, en esa filiación reside lo mejor de Sound of Violence (cfr. el asesinato del harpa). Por lo demás, el film de Noyer no acaba de aprovechar su buena premisa y recurre a algunos montajes efectistas.


Capítulo 5: REPRESENTACIONES ABISMALES


No sería exagerado afirmar que After Blue (premio especial del jurado) es una película sinestésica. El segundo largo de Bertrand Mandico, tras Les garçons sauvages (2017), es un western futurista de colores imposibles que hace de la sublimación de los sentidos y la contradicción constante su auténtica razón de ser. Los diferentes estilos de música no concuerdan con los géneros cinematográficos que las imágenes sugieren. La purpurina se mezcla con el polvo del desierto. Todo es escurridizo y desafía las leyes de la lógica.


La acción transcurre en un planeta en el que pudieron refugiarse las mujeres - los hombres destruyeron la Tierra y se extinguieron con ella- y explica algo tan sencillo como el itinerario de una madre y una hija en busca de una asesina. Aunque su extravagante y episódico vagabundeo por territorios fantásticos remite al primer Jodorowsky, After Blue destila un desbordante universo propio en el que todo es susceptible de transformarse.


El film de Mandico obtuvo también el premio de la crítica, compartido con otra delirante visión post-apocalíptica, Mad God. Phil Tippett, animador y maestro de los efectos visuales (El retorno del Jedi, Parque jurásico…) ha dedicado más de 30 años de su vida a elaborar una negrísima pesadilla en stop-motion y sin diálogos. Violenta, caótica y barroca, Mad God también opera por acumulación. Ruinas industriales, científicos locos, criaturas mutantes, trabajos mecanizados… Una suma incesante y abrumadora de elementos reconocibles, pero desprovistos de cualquier narrativa.


Otro universo saturado y poco halagüeño es el de la disparatada Prisoners of Ghostland, del japonés Sion Sono. Ghostland es un páramo en el que malviven víctimas de la radiación y parias expulsados de una sociedad explotadora, forzados ahora a sostener las manillas de un inmenso reloj. Como en After Blue, la excusa argumental es típica del western itinerante: la búsqueda de una hija desaparecida (una falsa nieta, en este caso). Pero más que a Centauros del desierto (John Ford, 1956), Prisoners of Ghostland recuerda a 1997: Rescate en Nueva York (John Carpenter, 1981), donde también un convicto es liberado para una misión de rescate, llevando en su cuerpo algo que amenaza con matarlo.


En su primera aventura americana, Sono mezcla el folklore occidental con el oriental, pero su exagerada inclinación por lo bizarro no siempre funciona. Que haya reclutado a Nicolas Cage como héroe ya supone toda una declaración de intenciones. A veces todo parece encaminado a dar al actor su momento de gloria caricaturesca.

The Dawn (Dalibor Matanic) también combina el western con la ciencia ficción. Empieza con un hombre tranquilo, presionado a vender su casa, y la amenaza de un recién llegado. Luego la mujer y el hijo del primero experimentan una especie de posesión alienígena transitoria (ver primera parte de la crónica). En el tercer acto la cosa se desmadra. Matanic repite el plano bajo el agua y el clímax a ritmo de música electrónica de Bajo el sol (2015), pero lo que en esta llegaba como una fuga coherente y catártica, en The Dawn es una metáfora difícil de encajar. Una confusa alegoría política sobre los nuevos fascismos y contra la intolerancia, con demasiadas ideas (algunas muy interesantes) imposibles de desarrollar.


Todo lo contrario que la película de animación ¿Dónde está Ana Frank?, con la que Ari Folman se dirige, sobre todo, a un público joven. Didáctica y muy emotiva, pero acaso demasiado simple y amable, encierra un discurso interesante sobre la memoria y establece una analogía entre los judíos durante el nazismo y el drama de los refugiados en la actualidad. La pregunta del título más que referirse al argumento del film (el diario original de Ana Frank desaparece del museo), parece dirigirse a nosotros mismos. ¿Dónde está Ana Frank hoy? Lo que hay de nosotros y de nuestra sociedad en las películas que vemos es algo que, como espectadores, nunca deberíamos dejar de preguntarnos.


© Xavier Romero, noviembre 2021.

Comentarios


bottom of page